Texte

En la obra La Nueva Atlántida de Francis Bacon1, los habitantes del lugar mandan, a los navegantes que se han extraviado y llegado hasta sus inmediaciones, un mensaje escrito en varias lenguas. Después de comprobar que la intención de estos hombres es buena, los aceptan en la Casa de Extranjeros y, más adelante, los llevan incluso al edificio reservado para la sabiduría, llamado Casa de Salomón. El que los acompaña hasta allí, dice: “El fin de nuestra fundación [la Casa de Salomón] es el conocimiento de las causas y movimientos secretos de las cosas, así como la ampliación de los límites del imperio humano para hacer posibles todas las cosas”. La ambición de este objetivo parece desmedida, por ello la casa lleva el nombre de Salomón, sabio entre los sabios, cuya característica fundamental, según la leyenda, es que conoce el lenguaje de los pájaros. Y al que conoce dicho lenguaje no se le oculta el enigma del universo, a saber, el de la unidad en la pluralidad. Este es el tema de una de las grandes obras de la literatura persa, El lenguaje de los pájaros, de Farid ud-Din Attar.

La leyenda deja clara la íntima relación entre el dominio de las lenguas y el conocimiento. Yo me sumo a esta creencia y afirmo que el aprendizaje de los idiomas y la traducción consecuente tiene como móvil el afán de conocer. Recuerdo que Jenaro Talens, en un foro sobre el tema, afirmó lo mismo, añadiendo: “Traducir para entender, y por ello traducir lo más difícil”. En ocasión parecida, otro gran traductor, Jaime Siles, comentó que, cuando se lanzaba a aprender una lengua se sentía como una persona distinta, y no sólo traducía sino que la incorporaba y escribía en ella.

José Manuel Caballero Bonald dijo un día que mis poemas sobre piedras, del libro Lapidario, son eróticos. Me quedé perpleja, pero hoy entiendo que se refería a ese ansia mencionada por Bacon: conocer “los movimientos secretos de las cosas”. Pues bien, al traducir no sólo entramos en los movimientos secretos de las palabras, sino en los de la mente de quien las ha escrito, es decir, damos cumplimiento en parte a un anhelo que acaso sea el que más caracteriza al hombre.

Los conocimientos que proporciona la traducción rebasan al traductor porque traducir supone una comunicación a un tercero, de modo que ese acto no se reduce a un goce personal, sino que comporta una aproximación doble –el punto del que se parte y aquel al que se llega- y permite, además, la de diversas culturas entre sí. En un mundo como el actual, en el que las nuevas tecnologías hacen desaparecer los diques de contención entre los países pero no disminuyen los conflictos, ya que propician tanto la comunicación como los enfrentamientos, es necesario llegar a una comprensión más profunda. Para ello se precisa casi la misma sutileza que para entender el lenguaje de los pájaros, es decir, la capacidad de captar que en la pluralidad se da también la unidad y a la inversa, de modo que se llegue a una coexistencia real. El trasvase entre idiomas es un medio, una herramienta eficaz.

La traducción, pues, tiene un carácter de conjuro contra esa espada de Damocles que es la insolidaridad de los pueblos, pero no atenta contra las distintas idiosincrasias y puede, en cambio, aportar algún enriquecimiento. No se trata de propiciar un proceso unificativo, porque los préstamos o incorporaciones no tienen por qué atentar contra lo genuino. Con todo, a veces nos parece alarmante la manera en que estos préstamos o incorporaciones se producen en la actualidad, por su velocidad y su dimensión. Si nos fijamos concretamente en la lengua veremos que, hoy, los neologismos extranjeros se adoptan sin cesar y a nadie le sorprende. No ha sido siempre así. En una ocasión destaqué lo siguiente: ¿Quién sospecha, si no un estudioso, que el kechua, desde tiempos remotos, contiene términos arameos? El investigador argentino Enrique García Barthe, buscando la verdadera localización de Cipan-Guo, lugar donde, a decir de Marco Polo, se hablaba “la lengua de Persia”, llegó a los trabajos que el lingüista Miguel Angel Mossi realizó en 1860 y a su “Diccionario Sincrético Universal”, en el cual demuestra la influencia en la lengua kechua del hebreo y el arameo, idioma este último del que había incorporado no menos de setecientas palabras. Los incas, al parecer, utilizaban el término persa pachá para decir “rey”, y para decir “paz” la palabra shamay –salam en árabe, shalom en hebreo o shalim en arameo-. Por otra parte la misma palabra “kechua” –kjeshua-, derivaría de Jesús, y el kechua sería la “lengua de Jesús”. En tan singular trasvase, los persas adoradores de Mitra y los monjes nestorianos, que recorrieron toda Asia predicando, tuvieron el papel de intermediarios, heredado luego por los navegantes Chinos. Algo a su vez se llevarían éstos a cambio, como mínimo una notable toma de contacto. La importancia de los navegantes la vio claramente Francis Bacon y les hizo entrar en la Casa de la sabiduría pues no se le escapaba su valor como transmisores y difusores, por lo menos, a través de la palabra.

El hombre difícilmente puede vivir sin dialogar. Esa necesidad es un componente de su constitución, diría que está en la misma esencia de su naturaleza. Es sabido que la materia equivale a la energía y que, en último término, el universo está constituido por distintas energías en movimiento que se interrelacionan, por lo cual no son fáciles de definir los límites de un hecho aislado. En el hombre, una de las formas de interrelacionarse es el diálogo. Werner Heisenberg, Premio Nobel de física que formuló el principio de incertidumbre o indeterminación referido al campo de la mecánica cuántica, habla también de la continua evolución e interacción de las lenguas, y señala que esto conduce a no poder afirmar un entendimiento absoluto de nada. Por su parte Erwin Schrödinger2 escribe: “Un entendimiento completamente seguro y unívoco entre los seres humanos es imposible, es una meta a la que cada vez nos aproximamos más pero que, sin embargo, no podemos alcanzar. Ya sólo por este motivo, la ciencia exacta no es nunca realmente posible. Una comparación acertada, aunque posiblemente algo endeble, acerca de aquello a lo que nos referimos aquí se encuentra en los límites incómodos que alberga la fidelidad y bondad de una traducción de poesía o simplemente de versos no rimados. En los casos importantes, como en los dramas de Shakespeare o en la Biblia, lo han intentado generaciones, siendo así que cada una de ellas no estaba completamente satisfecha con lo logrado con anterioridad -si bien esto depende en parte de la modificación constante y relativamente rápida de la propia lengua, a la que se vierte el texto.”

Esta casi “imposibilidad” de llegar a una traducción unívoca, debida al continuo movimiento de las lenguas, parece paralizante, pero tengamos en cuenta que la misma vida es movimiento e intercambio, y que en el hombre ese intercambio tan connatural a él es motor del lenguaje. La importancia de la traducción radica en la importancia del lenguaje. Y el lenguaje humano, que por una parte designa, por otra comunica lo que se ha definido ya en el pensamiento. Con clarividencia observó esto Jacques Derrida y lo condensó en estas palabras: “El pensamiento es como un espíritu, como un alma, cuyo cuerpo es la lengua.” Y añadió: “Creo que los conceptos viven en cuerpos lingüísticos, y por ello un acto de pensamiento ha de ser idiomático3.” Es decir, destacó además que nuestro modo de formular el pensamiento está vinculado a su vez a la lengua. Ciertamente el traductor se encuentra haciendo equilibrios entre ambas cosas.

Más de una vez me he referido, por lo significativo, a un hecho que Jean Servier destaca en su libro El hombre y lo invisible: “Un indio ponka, para decir <<un hombre ha matado a un conejo>>, debe decir: <<el hombre, uno-en-pie, ha matado, justamente lanzando-una-flecha, al conejo, él, uno-sentado>> [...] la necesidad de precisión, ¿es más <<primitiva>> que la imprecisión?”4, comenta. Y yo me pregunto, ¿se trata de dos formas de expresar lo mismo? ¿Estamos verdaderamente traduciendo, en un caso así? A nosotros tal vez nos resulte más clara la frase “el hombre ha matado a un conejo”, pero es evidente que al decirlo, el indio ponka nos aporta más datos. Ese modo en que el ponka expresa el acto de matar a un conejo, además, es enormemente plástico. Uno ve, como en un cuadro, la agilidad del hombre, ve la flecha volar y ve al conejo como un elemento pequeño que se agazapa. Este es un hecho de lenguaje que rebasa a la traducción, pero no por ello deja de incumbirle. Habrá una vía para reflejarlo y, probablemente, en el mismo relato se revelará algo que nos remita a un trasvase semejante de pensamiento concreto a lenguaje concreto. Pero, dejando esto a un lado, podríamos decir incluso que el lenguaje en sí es ya una traducción. El pensamiento es el eslabón primero del que parte el lenguaje, y cada palabra es el ladrillo de la gran catedral que es la cultura.

Traducir, pues, no sólo es un medio para establecer vínculos entre las culturas, sino que, al ser un hecho vinculado con el pensamiento, va más allá. En este sentido, la traducción contribuye no sólo a fomentar nexos, sino a apoyar el carácter delimitador del lenguaje, para que algo pueda ser conocido y reconocido. Considerando este aspecto, recordaré una frase del libro Presencias reales, de George Steiner que dice: “Tal vez cada enunciado, cada acto de escritura, obedezca a un principio de conservación de la energía tan universal como el de la física5”. El mismo Steiner afirma más adelante: “La poesía es la forma más rigurosa de pensamiento6”. Acaso por ello si toda traducción es beneficiosa y necesaria, la de poesía se ve investida de una responsabilidad particular.

En una ocasión intenté exponer el valor de la poesía en la sociedad con estas palabras:

“la poesía, está en la reserva, dragón custodiando el misterio, conservando virgen la palabra y la verdad como un fuego sagrado. […] Incluso en su estado de ocultación, la palabra poética tiene, pues, un papel que cumplir en nuestra sociedad, tanto más cuanto la verdadera palabra parece ahogada en la sobreabundancia de la palabra vacía y engañosa. Gandi dijo: La poesía es una interminable resistencia pasiva. Con ello la situaba de una vez para siempre en la vida social y, al contrario que Platón en su República, abría la puerta al poeta y, amablemente, le indicaba su posibilidad de participación en el terreno político. No es gratuita la afirmación de Gandi, sino que se basa en la intuición de lo que es el verdadero ser de la poesía, algo que acierta más allá de la razón. […] Gandi añadía que la poesía es una interminable forma de no aceptar, porque en la sociedad, en el mundo, en la realidad, nos han querido imponer cosas y mentir./.../ La poesía se alza contra la tiranía de la historia, contra la colonización de las mentes a través de las ideologías, contra el fanatismo de las religiones, contra todos los fanatismos7.”

La responsabilidad de traducir poesía, pues, es evidente y, sin embargo, cuando a uno le mueve ese impulso, no se detiene ante los escollos que se le van a presentar8. El primero es el mismo enigma de dicho arte que, según Heidegger, “es el decir de la desocultación del ente9”. La poesía, pues, se refiere a algo que está oculto, oculto incluso en las palabras, si bien estas permiten que destelle por un momento. Es decir, en un elevado porcentaje, la poesía dice lo que no dice y hasta lo que no se puede decir. Su intento es hacer saltar una chispa. Esto es lo que muchos teóricos concretan diciendo que se dirige a la emoción y no a la razón, y así Robert Georgin afirma: “el sentido es connotación del poema y no el poema connotación del sentido10”.

Como poeta sé que al escribir un poema se sigue un impulso hasta el final aunque no se sepa dónde desembocará. La solución puede tardar meses en producirse y exige paciencia. Algo asoma en las palabras, algo quiere ser dicho y será lo que queda en la página lo que vaya tomando cuerpo propio y vaya modificando o llevando lo escrito hacia regiones que, a veces, no son exactamente las que provocaron el primer brote. ¿Quién, sabiendo esto, se atreve a lanzarse a la traducción de una obra semejante? Sólo el que esté dispuesto a investirse de la obra. Por este motivo, los grandes traductores de poesía suelen ser poetas: Octavio Paz, de Mallarmé, Basho, Somlyo y tantos otros, Baudelaire de Poe, Quasímodo de los líricos griegos, Holan de Rilke, Fray Luis de León de Salomón o Jorge Guillén de Valéry.

¿Qué alegar en defensa de estos atrevimientos? El poeta que se dispone a traducir poesía parte de la conciencia de que se trata de una labor imposible -Gottfried Benn dijo: “la poesía es lo intraducible”-. Esta imposibilidad, sin embargo, es aplicable también a la lectura y a todo arte. El poeta sabe que en su poema puede haber mucho más de lo que él intuye, otro tanto le sucede al traductor. Se trata de resonancias que responden al mismo interior secreto del autor y del lector. Y, a pesar de todo, incluso partiendo de esa imposibilidad de base de una comprensión absoluta, incluso en la lectura, a mi juicio se puede y se debe traducir la poesía.

¿Cómo se enfrentará a ello el traductor? Yo diría que dejando el pellejo. Podríamos incluso hablar de un sacrificio, de una autoinmolación para adentrarse en la personalidad del otro hasta llegar al punto de la génesis poemática. El poeta turco Fazil Hüsnü Dağlarca, en el encuentro Poesium que tuvo lugar en Estambul en 1991, dijo una frase que se quedó para siempre grabada en mi memoria: “creo que la poesía aparece cuando todas las palabras que la componen desaparecen, cuando llega a liberarse de las palabras”. Sin duda, al decir esto, Dağlarca tenía en mente la famosa expresión de Mallarmé: “la poesía está hecha con palabras”. No se excluyen del todo estas dos frases, pero es evidente que una apunta a un aspecto del poema y otra a otro. Aunque parezca paradójico, la primera abre la puerta al traductor y la segunda la cierra. Estos dos aspectos del poema son el contenido y la forma, y toda traducción de poesía empieza por ser una meditación sobre ambos.

Pero hay que ir más a fondo. Así lo ve Juan Eduardo Cirlot cuado escribe: “yo diría que no las palabras, sino las sílabas, los fonemas articulados, son lo que crea la poesía11” y con ello destaca la importancia, podríamos decir micro-orgánica, de la forma, la que atañe a la materia misma del lenguaje y su estructura, pero ésta, incluso en poesía, está al servicio de una sustancia, un contenido. Y si la forma no se puede traducir ajustándose a una equivalencia rigurosa, el contenido sí. Las cosas, de todos modos, no son tan simples. Vladimír Holan, al definir la poesía, hablaba de “armonía atonal”, que, decía, es “la oculta tensión interna de las palabras12”. Se refería, pues, también él a una estructura, en este caso una forma del significado. Partiendo de este presupuesto, resulta todavía más importante emprender el recorrido a la inversa y averiguar el mecanismo mental que induce a tal estructura. Para ello, como apuntaba, hay que retroceder hasta situarse en el punto genésico del poema. Por este motivo me parece tan certera la definición de Fazil Hüsnü Dağlarca: al ir al antes de la formulación, se va a un vacío de palabras que equivale al espacio de su desaparición. El que logra dar este salto a la inversa hacia la vibración inicial, puede alcanzar un resultado.

Queda, pues, claro que este conjuro, que es la traducción, no sólo se dirige a las raíces comunes del mundo exterior, sino a lo más hondo del interior por parte de dos creaciones aisladas, lo que, en cierto modo, acaba con dicho aislamiento mediante un fenómeno de confluencia, cosa que se produce muy secretamente. No está tan lejos, como vemos, la labor traductora del propósito de la Casa de Salomón, ya que se sirve de este tipo de movimientos ocultos y, de un modo u otro, “amplía los límites del hombre”. Por desgracia, sin embargo, como es evidente, no hace “posibles todas las cosas.”

Madrid, Casa de Velázquez

25 de abril de 2014

Note de fin

1 Dominiopublico.org.es/libros/Francis_Bacon/Francis_Bacon-La Nueva Atlanida.pdf

2 Mi concepción del mundo, Tusquets, 1988, p.102.

3 Entrevista aparecida en el 2º boletín de la Residencia de Estudiantes, Madrid, abril de 1997.

4 J. Servier, L’uomo e l’invisibile, Rusconi Editore, Milán, 1973, pp. 267, 268, 269.

5 George Steiner, Presencias reales, Destino, Barcelona, 1991, pág. 77.

6 Ibid., pág. 123.

7 “Como una resistencia pasiva” en La alegría de los naufragios, n. 5 y 6 , Madrid, 2001, p.169-177.

8 Resumo en este párrafo y los dos siguientes muy brevemente algunos conceptos que expresé en la conferencia La lengua persa, el fruto prohibido (octubre de 1996), cuando se me concedió el Premio Nacional de Traducción.

9 Arte y poesía, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 1958, pág. 88.

10 La structure et le style, Editions de l’Age d’Homme, Lausana, 1975, p. 122.

11 “Sobre los elementos de la poesía. Contra Mallarmé”, La Vanguardia, Barcelona, 16 de enero de 1969.

12 V. Justl, “Con Vladimír Holan” (entrevista), en C. Janés, El espejo de la noche, adamaRamada, Madrid, 2005, p. 79.

Citer cet article

Référence électronique

Clara Janés, « La traducción como conjuro  », La main de Thôt [En ligne], 3 | 2015, mis en ligne le 17 mai 2017, consulté le 20 avril 2024. URL : http://interfas.univ-tlse2.fr/lamaindethot/502

Auteur

Clara Janés

Poète, essayiste, traductrice