Los personajes femeninos en la obra narrativa de Miguel Delibes

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Es bien sabido que en la poética narrativa de Miguel Delibes, por encima de la importancia concedida a la historia y al tono, el elemento medular es siempre el personaje. Delibes, como Unamuno, era un gran creador de personajes vivos, en buena medida prolongaciones de su propio yo. Personajes intrahistóricos, verdaderos antihéroes, que nacen, además de su capacidad de observación de la realidad y de sus extraordinarias dotes para reproducir el lenguaje, de su mundo interior, de sus inquietudes, de sus miedos, de sus obsesiones, de sus anhelos y también de sus inquebrantables fidelidades. En este aspecto las reiteradas reflexiones del escritor a lo largo de su trayectoria narrativa no dejan ninguna duda:

Crear tipos vivos, he ahí el principal deber del novelista. Unos personajes que vivan de verdad pueden hacer verosímil un absurdo argumento, relegar hasta diluir su importancia, la arquitectura novelesca y hacer del estilo un vehículo expositivo cuya existencia a penas se percibe. Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza […] Visto desde este ángulo, el personaje se convierte en eje de la novela y su carácter prioritario se manifiesta desde el momento en que el resto de los elementos que integran la ficción deben plegarse a sus exigencias (Delibes, 1980, 5).

La importancia capital que el novelista vallisoletano concede a la factura de los personajes, tal como se desprende del párrafo anterior, tiene que ver indudablemente con su unamuniana capacidad de desdoblamiento autobiográfico, del que dan fe sus numerosas novelas, y que el propio escritor ha reconocido en múltiples ocasiones:

El novelista auténtico tiene dentro de sí no un personaje, sino cientos de personajes. De aquí que lo primero que el novelista debe observar es su interior. En este sentido, toda novela, todo protagonista de novela lleva dentro de sí mucho de la vida del autor. Vivir es un constante determinarse entre diversas alternativas. Mas, ante las cuartillas vírgenes, el novelista debe tener la imaginación suficiente para recular y rehacer su vida conforme otro itinerario, que anteriormente desdeñó. Por aquí concluiremos que por encima de la potencia imaginativa y el don de la observación, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy así pero pude ser así (Delibes, 1967, 355).

Lúcida reflexión sobre la capacidad del novelista para meterse en la piel de otros seres que son diferentes parcelas de su propio yo, porque para Delibes, como para Unamuno, toda criatura es su creador. Esa capacidad de entender las razones del otro desemboca forzosamente en el desdoblamiento autobiográfico, que en el caso de la novela que nos ocupa el propio narrador – fiel alter ego del novelista – reconoce abiertamente en un momento crucial del desarrollo de la trama argumental: la evocación del funeral de Ana, la esposa muerta trágica y prematuramente: « Su atractivo era tan irresistible que, en el funeral, la gente lloraba. La iglesia estaba atestada, en silencio, un silencio que únicamente rompían los sollozos. Yo recuerdo aquel día como vivido dentro de otra piel, desdoblado » (Delibes, 1991, 71; la negrita es nuestra).

Reconocimiento que no era nuevo, pues Miguel Delibes ya había hablado en otras ocasiones de él, la última vez lo hizo en 1994, en el discurso de recepción del Premio Cervantes, en el que con evidentes tintes nostálgicos reconocía que su vida se acababa en la de sus personajes:

Ellos iban redondeando sus vidas a costa de la mía [...]. En buena medida, ellos me habían vivido la vida, me la habían disecado poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada y una apariencia de vida. Mi entidad real se había trasmutado en otros, yo había vivido ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción (Delibes, 1994, 65).

Pero Delibes es fundamentalmente un narrador de personajes masculinos y, sobre todo, también de niños. La nómina de sus novelas lo prueba sin lugar a dudas: Pedro y su amigo en La sombra del ciprés es alargada; Daniel, el Mochuelo, Germán, el Tiñoso, Roque, el Moñino, y tantos otros personajes masculinos de El Camino, como Quino, el manco, Paco, el herrero, el maestro don Moisés, el Peón, don José, el cura, etc.; Cecilio Rubes de Mi idolatrado hijo Sisí; el inolvidable Lorenzo, protagonista de los Diarios; El viejo Eloy de La hoja roja; El tío Ratero y el Nini de Las ratas; Mario de Cinco horas; Jacinto San José de Parábola del náufrago; Pacífico Pérez de Las guerras de nuestros antepasados; el protagonista de El Disputado voto del señor Cayo; Paco y Azarías de Los santos inocentes; Eugenio Sanz Vecilla, protagonista de Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso; Gervasio García de la Lastra de Madera de héroe y Cipriano Salcedo de El hereje. En todas estas novelas los personajes femeninos son muy secundarios, salvando alguna excepción memorable como la candidez de Uca-Uca y las esperpénticas Guindillas de El Camino, sobre todo la Guindilla Mayor, una solterona seca y lenguaraz, autora del lapidario « Cerrado por deshonra », que se enamora locamente de Quino, el Manco, con el que tiene sus más y sus menos y, acosada por sus remordimientos de conciencia derivados de su beatería, acude a don José, el cura, para hacerle esta insólita pregunta en uno de los diálogos más sabrosos de las novelas del autor:

-Señor cura, ¿es pecado desear que un hombre nos bese en la boca y nos estruje entre los brazos con todo su vigor, hasta destrozarnos?

-Es pecado.

-Pues yo no puedo remediarlo, don José. Peco cada minuto de mi vida (Delibes, 2019, 246).

A estas habría que añadir la personalidad primaria, pero noble y auténtica, de la fiel Desi, criada de don Eloy, y su única compañía en La hoja roja. El viejo Eloy y la Desi comparten muchas cosas, pero sobre todo comparten la soledad más radical, él a consecuencia de la jubilación y el abandono familiar, y ella por su desarraigo y el abandono de su novio el Picaza. Desde esa fidelidad teñida de profundo respeto y cariño, la Desi aceptará dócilmente casarse con el viejo jubilado en una memorable escena final:

-Tendrás estorbo por poco tiempo, hija. A mí me ha salido ya la hoja roja en el librillo de papel de fumar.

Ella alzó los hombros aturdida:

-Como no se explique más claro...

Aún así insistió el viejo:

-El día de mañana estos cuatro trastos serán para ti [...].

Ella vaciló y, finalmente, tomó un vaso y lo apuró hasta el fondo. Al terminar, sus manos temblaban y en sus ojos obtusos se había hecho repentinamente la luz. Puesta en pie, miró dócilmente al viejo, que también se había levantado, y sus ojos se llenaron de agua. Dijo apenas con un hilo de voz:

-Como usted mande señorito (Delibes, 1968, 439).

El personaje de la Desi tiene en muchos momentos más fuerza que el viejo jubilado. Es el primer personaje femenino que puede competir con los masculinos creados por Delibes, probablemente también es la primera vez en que el novelista fue consciente de la desigualdad en este aspecto que presentaba su obra narrativa publicada hasta entonces.

Y, por último, en esta serie de mujeres es preciso destacar la personalidad de Minervina Capa, la nodriza de Cipriano Salcedo, protagonista de El hereje. Aunque desde un segundo plano es el personaje que marca todas las etapas de la vida del protagonista. Es ella la que, avisada del fatal destino final de Cipriano, decide acompañarle hasta la hoguera. Es Minervina la que entre sollozos observa como las llamas prenden en el cuerpo maltrecho del que había sido su pobre niño desvalido, al que ella había criado y al que después había amado. Y es ella también la encargada de cerrar la novela con su declaración ante el tribunal del Santo Oficio, al que cuenta los últimos minutos y las últimas palabras y la entereza moral del condenado, por él que hubiese estado dispuesta a morir si éste se lo hubiese pedido. Este final, profundamente sobrecogedor, es una apasionada defensa de la libertad de conciencia a la vez que la constatación de la soledad radical del hombre en el mundo. Y, en última instancia, es también la afirmación de un concepto muy querido por Delibes1, la fidelidad. Fidelidad desde el valor y el compromiso de Cipriano a las tesis luteranas y fidelidad absolutamente desinteresada de Minervina Capa al que había considerado siempre su niño, «desde la muerte de su madre en 1517, que lo había criado a sus pechos y le había atendido en sus necesidades» (Delibes, 1998, 496), hasta aliviar su soledad final acompañándolo hasta el palo de la hoguera.

En toda la trayectoria narrativa de Delibes sólo dos obras desmienten abiertamente lo que acabo de señalar, Cinco horas con Mario (1966) y Señora de rojo sobre fondo gris (1991), novelas que técnicamente son como las dos caras de una misma moneda, aunque las protagonistas sean dos mujeres radicalmente antitéticas. En la primera, Carmen, protagonista indiscutible de Cinco horas con Mario, con su soliloquio desordenado y torrencial en el que se descubren todas las carencias sentimentales y comunicativas de su matrimonio, a la vez que se dibuja a la perfección las características de las dos Españas, la vencedora de la guerra civil, católica y ultraconservadora, y la liberal, tolerante y postconciliar, heredera de la España republicana. Sobre este personaje femenino escribía Delibes:

Al pintar a Carmen de Cinco horas con Mario quizá me pasé de rosca, al menos en mis pretensiones éticas de ventilación social, ya que acumulé sobre ella demasiados prejuicios típicos. Así, la lectora que no comparte alguno de los puntos de vista de Menchu (que lógicamente son todas) se agarra a la excepción y piensa: « Yo no soy esa », cuando sustancialmente lo es (Delibes, 1973, 399).

Pues evidentemente la novela no puede ser leída de forma maniquea, apunta desde una técnica, entonces innovadora, el soliloquio, a todas las carencias de la sociedad pequeño burguesa española tanto en el flanco conservador como en el más liberal y progresista, si bien es cierto que cargando las tintas, como no podía ser de otra manera dada la ideología del autor, en Carmen, representante del fariseísmo.

En cuanto a Señora de rojo sobre fondo gris es un relato testimonial, una elegía y un profundo homenaje a la memoria de Ángeles Castro, la mujer de Miguel Delibes fallecida prematuramente en 1974, convertida en Ana en la novela. En la primera mitad de la novela – tal como señaló Sobejano – predomina el retrato de la mujer, su aspecto físico, carácter y costumbres, todo queda dibujado a través del recuerdo y la rememoración del narrador. Además, la novela plantea a través de la personalidad de Nicolás, el pintor narrador – alter ego del novelista – una reflexión acerca de la creación artística, de la inspiración aletargada y temporalmente agotada, que se agudiza con el dolor de la muerte inevitable de la esposa. Y también una reflexión sobre los criterios estéticos, sobre los estímulos de la creación aplicados a la pintura, pero que pueden ser fácilmente traspasables a la literatura. Entre las múltiples alusiones que salpican las reflexiones del narrador conviene recordar dos: « Ana me enseñó a enfrentarme al blanco del lienzo » (Delibes, 1991, 19), que equivale a decir Ángeles me enseñó a enfrenarme al blanco de la hoja de papel. Inequívoco reconocimiento de Miguel Delibes del papel fundamental que había desempeñado su mujer en su trayectoria como escritor. Ella era siempre su primera lectora, la que hacía los primeros comentarios y sugerencias. Por ello, en otro momento la alusión es explícitamente literaria: « Tu madre me llevó a Proust, a Musil, pero también a Robe-Guillet y un día me hizo ver que mi pintura describía, pero no narraba, lo mismo que las obras del nouveau roman » (Delibes, 1991, 23)2.

En esta novela la técnica literaria del monodiálogo, monólogo oral o soliloquio con evidentes tintes nostálgicos es en cierta medida complementaria de Cinco horas con Mario. Si allí la voz de Carmen, en torrencial soliloquio teñido de nostálgico resentimiento, evocaba durante cinco horas de velatorio su vida junto Mario, su marido difunto, aquí es la voz profundamente desolada pero contenida del pintor protagonista y narrador, verdadero alter ego de Miguel Delibes, quien recuerda con serenidad teñida de profunda tristeza el tiempo vivido junto a su mujer, la señora de rojo, en los años finales del franquismo que coinciden con la muerte prematura de la misma. El interlocutor en ambas novelas es mudo, en la primera era Mario difunto y en Señora de rojo Ana, la hija mayor del matrimonio, que vuelve a casa recién salida de la cárcel, donde había estado recluida casi dos años con su esposo por motivos políticos en las postrimerías del franquismo.

El tono es, no obstante, radicalmente distinto en ambas novelas, pues mientras que en el discurso de Carmen predomina el reproche y la frustración, por contra en Señora de rojo sobre fondo gris, el narrador evoca desde un intimismo lírico, con emoción y con una afectividad siempre contenida pero con extraordinaria calidez el recuerdo del tiempo compartido junto a « la mejor mitad de sí mismo » (Delibes, 1975, 16)3. Conviene precisar que en ambos casos es el punto de vista del narrador el que justifica todo el relato, perfilando el personaje a través de sus palabras y su voz.

Es esta una novela analéptica, toda ella es reconstrucción y evocación intimista del tiempo ya pasado desde el presente desolado del narrador que cuenta a su hija, interlocutor mudo, la vida y la muerte de su madre. Por tanto, la vida y la psicología de Ana están vistas únicamente desde la perspectiva de Nicolás, su marido y narrador. Este punto de vista que es evidentemente subjetivo condiciona todo el relato y la factura del personaje que resulta totalmente idealizado. No tiene defectos, excepto que era muy desmemoriada:

Durante los primeros meses de matrimonio, cada vez que discutíamos, se ataba un hilo al dedo meñique para recordar que estábamos enfadados. Luego lo olvidó; llegó a olvidar incluso la razón por la que se había atado el hilo. Era muy desmemoriada. En nuestros viajes iba regando los hoteles de objetos de uso personal: jerséis, blusas, un peine; rara vez las cosas que acababa de adquirir. Éstas, no las guardaba en las maletas, las llevaba a mano, en el asiento posterior, y de vez en cuando las extendía sobre su regazo para contemplarlas. Había en ella una suerte de deslumbramiento infantil ante lo nuevo-bello que rayaba en fetichismo (Delibes, 1991, 41).

La novela, como dije antes, evoca con detalle la vida de un matrimonio de clase media en una ciudad de provincias en los últimos años de la dictadura franquista, años marcados en el aspecto político por la censura y la persecución ideológica que tienen su correlato en la novela con la detención de la hija mayor del matrimonio, que evoca también una situación real de la familia Delibes por aquellas mismas fechas4.

Novela construida con acopio de materiales autobiográficos, el enamoramiento de la pareja, el papel activo de la mujer en el matrimonio frente a una cierta neurastenia del prestigioso pintor, la familia numerosa, la detención de los hijos, los amigos, el entorno ciudadano y la tragedia de la muerte prematura… Todo parece tener un correlato en la vida y en la realidad circundante de Miguel Delibes en aquellos años. Este innegable carácter autobiográfico la distancia también de Cinco horas con Mario, aunque el cronotopo de la novela es prácticamente el mismo; una ciudad de provincias, Valladolid, en los años finales de la dictadura franquista5.

Como en todas las obras de Delibes destaca la depuración, la sencillez y la pulcritud del lenguaje que hacen de esta novela una verdadera obra maestra, a pesar de la idealización de la figura femenina y de la fuerte carga autobiográfica que resulta evidente desde las primeras líneas del relato para todos aquellos que conozcan la vida y la obra del escritor castellano. Además, es fácil rastrear la huella de aquella traumática pérdida en otros textos del novelista, como en el discurso que pronunció en su entrada en la Real Academia, en el que evocaba la figura de su mujer, Ángeles, ya fallecida, « cuya sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir » (Delibes, 1991, 13), frase que en la novela el autor pone en boca de un personaje secundario, Evelio Estefanía. Así evocaba el novelista vallisoletano la pérdida irreparable de Ángeles a los pocos meses de la muerte:

Desde la fecha de mi elección a la de ingreso en esta Academia me ha ocurrido algo importante, seguramente lo más importante que podría haberme ocurrido en mi vida: la muerte de Ángeles, mi mujer, a la que un día, hace ya casi veinte años califiqué de « mi equilibrio ». He necesitado perderla para advertir que ella significaba para mí mucho más que eso: ella fue también, con nuestros hijos, el eje de mi vida y el estímulo de mi obra, sobre todas las demás cosas, el punto de referencia de mis pensamientos y actividades. Soy, pues, consciente de que con su desaparición ha muerto la mejor mitad de mí mismo. Objetaréis, tal vez, que al faltarme el punto de referencia mi presencia aquí esta tarde no pasa de ser un acto gratuito, carente de sentido, y así sería si yo no estuviera convencido de que al leer este discurso me estoy plegando a sus más fervientes deseos y, en consecuencia, que ella ahora, en algún lugar y de alguna manera, aplaude esta decisión mía (Delibes 1975, 15-16).

En consecuencia, estamos ante un personaje de novela que procede de un modelo real, Ángeles, la mujer del novelista. Aún así la factura del personaje hace pertinentes las palabras con que empezaba esta exposición, la habilidad de Delibes para meterse en la piel del otro, en este caso la piel de Ana, para pintar con precisión su manera de ser y de relacionarse con los otros, para captar hasta en los más mínimos detalles sus anhelos y sentimientos cuando la enfermedad hizo su aparición truncando todos sus planes y esperanzas. Y sobre todo, son también pertinentes las reflexiones sobre el personaje, porque que tras Ana está evidentemente la mujer real, Ángeles, pero también está el propio Delibes, a través de la imagen que él tenía de ella, « la imagen de ti que tú me has dado », en certero verso de Pedro Salinas.

¿Cómo es Ana, la protagonista de esta bella elegía? Es una mujer sensible a la belleza, con criterios muy personales y con grandes dotes para el trato social, a pesar de sus orígenes humildes y campesinos: « Con frecuencia me pregunto de dónde sacaba ella ese tacto para la convivencia, sus originales criterios sobre las cosas, su delicado gusto, su sensibilidad » (Delibes, 1991, 13).

Un personaje que se convierte en la pluma del escritor en un verdadero modelo de virtudes morales, humanas y sociales. Entre todas sus cualidades, que son muchas, desde el principio sobresalen unos cuantos trazos que hacen de ella una mujer extraordinariamente atractiva y no sólo por su aspecto físico, descrito al principio del relato con unas breves pinceladas: « su pequeña cabeza morena coronando su delgado cuello, firme y fragilísimo » (Delibes, 1991, 11). Su cuerpo que se mantenía firme y delgado a pesar de sus sucesivos embarazos; su horror a la gordura, su sentido de la armonía, de la belleza natural, desnuda, sin adornos ni componendas.

Pero más allá del aspecto físico destaca su sentido de la belleza, patente en su gusto por la restauración, la decoración de interiores, la sobriedad y el gusto por los espacios vacíos y su capacidad para descubrir la belleza en las cosas aparentemente más cotidianas e inanes, que cristaliza en un momento bellísimo de la evocación. Se trata de la anécdota de Cesar Varelli, el amigo que no pudo asistir a su entierro y visita su tumba con la intención de depositar en ella una corona de claveles rojos: « Cesar llegó de París, consternado con su muerte, y no se le ocurrió mejor demostración de su dolor, que depositar en su tumba una corona de claveles rojos » (Delibes, 1991, 102). Pero, tras abandonar el cementerio, ya de regreso a la ciudad una y otra vez vuelven a su mente los recuerdos de la peculiar manera de concebir y sentir la belleza de Ana, y lo que había sido un acto puramente convencional: depositar una corona de flores en una tumba se convierte en motivo de insufrible desasosiego y reconcomio, hasta desencadenar la vuelta sobre sus pasos y la accidentada entrada de nuevo en el cementerio saltando la tapia con el fin de romper el esquema, el armazón y convertir la corona en una lluvia de claveles rojos:

Pero de regreso a la ciudad, fue sintiéndose incómodo. Conocía la aversión de tu madre a disciplinar las flores, a hacer filigranas con ellas, y, aunque una y otra vez pretendió desechar la idea de su cabeza, el reconcomio llegó a ser tan insufrible que al fin, volvió sobre sus pasos para remediarlo pero se había echado la noche y encontró el cementerio cerrado. Entonces, a pesar de su corpulencia, saltó la tapia, localizó la sepultura y deshizo lo hecho, arrancó los claveles del armazón y los desparramó sobre la lápida. No es que aquella lluvia de claveles rojos le entusiasmara pero, al menos, había deshecho la simetría, había roto el esquema. Me sentí liberado, me decía. Y estoy seguro de que Ana se habrá quedado tranquila (Delibes, 1991, 103).

Porque las ideas de Ana sobre la belleza eran categóricas, pero no dejaban indiferentes a nadie, ni siquiera a los que no las compartían, como evoca con cierto ademán admirativo el narrador:

Sus ideas sobre lo bello y lo feo eran categóricas. Había en ella una predisposición contra lo preparado, lo obvio, lo pretencioso. En las casas le desconcertaba la inclinación al bulto, la aglomeración. Amaba los espacios libres, los muebles desnudos, el brillo espartano de una mesa de nogal. Y aborrecía, en cambio, las vitrinas, la exhibición, los bibelots, los libros de piel, los cuadros demasiado altos. En la naturaleza no era el orden natural sino el desorden lo que admiraba: el caos profundo de una noche estrellada o la frondosidad impenetrable de un bosque (Delibes, 1991, 101).

Otro de los rasgos que caracterizan a esta mujer excepcional es su capacidad para sorprender junto a su intuición y su extraordinario don de gentes que la convertían en el complemento necesario del pintor, un hombre tímido, a menudo dominado por el miedo6, con escasa capacidad de relación social, tras el que descubrimos el rostro del propio autor. Son muchos los momentos de la evocación en que vemos tras la semblanza de la pareja Ana-Nicolás la de Ángeles-Miguel Delibes. Cuando recuerda los viajes y su extraordinaria habilidad para relacionarse amablemente con todo tipo de gentes, por contraste al apocamiento del pintor en tales reuniones, vienen a la mente del lector las páginas de Delibes en Un año de mi vida, en las que a modo de diario narra multitud de anécdotas autobiográficas entre las que es fácil encontrar muchas semejanzas cuando no sucesos idénticos. Tal es el episodio del botón de la camisa que ella cada vez iba cambiando para que no se percatara de su adelgazamiento en su periplo por varias universidades americanas:

Durante el semestre que pasamos en Washington, en casa de los Tucker, yo comía poco y enflaquecía. No me adaptaba a la comida ni al horario americanos, y tu madre, que conocía mi aprensión, me metía el botón del cuello de la camisa cada cierto tiempo, para que no lo advirtiera. Te parecerá cómico, pero en la clínica no lograba arrancar este recuerdo de mi cabeza. ¿Cómo no valoré antes este detalle? (Delibes, 1991, 55)

Pero donde se crece el personaje de Ana y donde aparece con más autenticidad es en su lucha frente a la muerte. La experiencia del dolor la hace más humana, menos perfecta, aunque el narrador sigue enfatizando su fortaleza ante la enfermedad y su capacidad para encontrar alivio en gestos aparentemente triviales (el vaso de agua, el espejo), que hacían más llevadero el progresivo acartonamiento de su rostro y a la vez la obligaban a una actitud vigilante para no perder la compostura. Todos esos pasajes despiertan en el lector una profunda admiración ante la fragilidad de la vida y la lucha tenaz ante la enfermedad y la muerte. De ahí que la lectura de los versos del poema « Agonía » de Ungaretti, que Ana lee constantemente los últimos días antes del trágico final, alcancen un auténtico valor simbólico: « Morir como las alondras sedientas / en el espejismo / O, como la codorniz / una vez atravesado el mar / en los primeros arbustos… / Pero no vivir del lamento / como un jilguero cegado » (Delibes, 1991, 127). También el título de la novela acaba por tener un valor simbólico, la energía del rojo de la personalidad de Ana sobre el fondo gris de la cotidianeidad y los sufrimientos de la enfermedad.

Los escrúpulos de conciencia de la protagonista confirman su profunda fe cristiana, enraizada en la infancia, y que reaparece con fuerza en los últimos meses de su vida, cuando experimenta la necesidad imperiosa de estar en paz con todos pero, sobre todo, consigo misma:

Antes de operarla confesó y comulgó. Su fe era sencilla pero estable. Nunca la basó en accesos místicos ni se planteó problemas teológicos. No era una mujer devota, pero sí leal a los principios. Amaba y sabía colocarse en el lugar del otro. Era cristiana y acataba el misterio (Delibes, 1991, 16).

Y también la querencia tan humana de contemplarse a través de su propia nieta, que guardaba, según el narrador, un extraordinario parecido físico con la abuela, evidencia su fuerte sentido de la familia y una comprensible necesidad de perpetuarse en ella.

Todos estos rasgos apoyados en múltiples anécdotas hacen de esta mujer un ser singular, cuasi perfecto. El novelista a pesar del paso de los años, desde la muerte de su mujer en la década de los setenta, no ha conseguido la distancia necesaria, quizás tampoco lo pretendía, sino solamente inmortalizar sobre el papel, a través de una figura de ficción, a la mujer amada. Por ello, además del testimonio de vida en común, del homenaje y de la elegía, hay también en la construcción de este personaje una cierta dosis de exorcismo, un intento de liberación de la tristeza que provoca la ausencia del ser amado, pues tal como había dicho Miguel Delibes, la ausencia de un ser querido no se supera nunca, el tiempo lo único que hace es acostumbrarnos a vivir, a convivir con esa ausencia: « uno se acostumbra a vivir con el muerto encima ».

Creo que unas palabras de Nicolás en Señora de rojo sobre fondo gris nos dan la clave del móvil que impulsó a Miguel Delibes en la creación de este personaje y en la escritura de la novela:

No obstante, es ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad. Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales. Ensimismado en su tarea, uno cree, sobre todo si es artista, que los demás le deben acatamiento, se erige en ombligo del mundo y desestima la contribución ajena. Pero, un día adviertes que aquel que te ayudó a ser quien eres se ha ido de tu lado y, entonces, te dueles inútilmente de tu ingratitud. Tal vez las cosas no puedan ser de otra manera, pero resulta difícilmente tolerable. La imposibilidad de poder replantearte el pasado y rectificarlo, es una de las limitaciones más crueles de la condición humana. La vida sería más llevadera si dispusiéramos de una segunda oportunidad (Delibes, 1991, 54).

El retrato de Ana-Ángeles, la señora de rojo sobre fondo gris, pintado por Eduardo García Benito (García Elvira en la novela) muestra una mujer bella, enfundada en un vestido rojo intenso sobre un fondo gris, tal como fuera su vida generosa, vital, optimista y especialmente sensible a la belleza. Quizás por eso era una de esas mujeres « que no tienen derecho a envejecer » (Delibes, 1991, 151), en palabras de un amigo del narrador tras su muerte prematuramente joven. Y por eso también Alicia, una de sus hijas en la novela (Elisa en la realidad), cierra el libro con estas sobrecogedoras palabras: « Yo no soy capaz de imaginar a mamá con una máscara babeando en un psiquiátrico o tullida durante el resto de su vida. Si la muerte es inevitable, ¿no habrá sido preferible así? » (Delibes, 1991, 151)

Prácticamente todos los críticos que se ocuparon de reseñar la novela destacaron el fuerte componente autobiográfico de la misma, para algunos incluso dicho componente la lastraba negativamente. Fue, una vez más, Gonzalo Sobejano el que, tras reiteradas lecturas, supo calibrar el verdadero valor de la misma, como le comunica a Miguel Delibes en carta fechada el 12 de febrero de 1992:

Muchas gracias por el envío y la dedicatoria de Señora de rojo sobre fondo gris. Cuando lo recibí me apresuré a leerlo y quedé maravillado por la delicadeza del homenaje y por el tino con que has sabido conjugar el relato de un proceso doloroso y el retrato de ella, tan luminoso, tan alentado. No me extraña que hayas escrito el libro (o lo hayas publicado) ahora, pasados más de quince años. La distancia le infunde serenidad y transparencia, a pesar del avance de los síntomas, el recuerdo de las angustias y esa imagen de fusilamiento que va preparándose y culmina en la penúltima página (Sobejano, 2014, 192).

En la misma carta el profesor Sobejano puntualiza a propósito de cómo debe ser leída Señora de rojo sobre fondo gris, título – como ya se ha dicho – del retrato de su mujer que preside el escritorio de Miguel Delibes en su casa de Valladolid: « Tú, en tu condición de novelista, publicas este libro como una novela, y como tal hay que leerla, leerla, apreciarla. Y a mí me parece una novela excelente, memorable » (Sobejano, 2014, 193). Y, a pesar de que quizás era el crítico que por amistad con Delibes tenía más y mejor conocimiento de los detalles de su vida convertidos en ficción, puntualiza: « He procurado guardar esa actitud de lector crítico que opina sobre una novela. No sé si lo he logrado » (Sobejano, 2014, 193), intentando por tanto no mezclar vida y literatura, para concluir subrayando el valor de la palabra para inmortalizar la memoria de la persona amada:

Aunque los cirujanos siempre quieren salvar a sus pacientes. Eres tú quien ha salvado a tu amada, antes, entonces y ahora. Al menos, eso es lo que creemos los que solo tenemos, para seguir viviendo, palabras. Es hermosa la palabra, la verdadera (Sobejano, 2014, 194).

Porque, según Sobejano, a esta novela de Delibes se le puede aplicar el verso de la identificación de Mallarmé ante la tumba de Poe: « Tel qu’en Lui-même enfin l’eternité le change ».

Note de fin

1 « Soy un hombre de fidelidades; a una mujer, a un periódico, a un editor, a una ciudad », palabras que Delibes ha repetido muchas veces en entrevistas como la del número extraordinario de Urogallo, 1992, nún.73, p. 15.

2 Esta referencia a le Nouveau Roman contrasta abiertamente con la poética narrativa de Miguel Delibes, tal como se desprende de sus palabras en 1971: « Yo entiendo que novelar o fabular es narrar una anécdota, contar una historia. Para ello se manejan una serie de elementos: personajes, tiempo, construcción, enfoque, estilo, lo que quieras. A mi ver, con estos elementos se pueden hacer todas las experiencias que nos de la gana... todas menos destruirlos, porque entonces destruiríamos la novela. El margen de experimentación es inmenso, como ves, pero tiene un límite: que se cuente algo. El nouveau roman no cuenta nada. Nos facilita una forma bella, un cuadro de sugerencias dispersas, descripciones minuciosas.... Bien, admitamos que la lectura de estas obras nos enriquece..., pero lo que no hay por qué admitir es que estas obras sean novelas, ni nuevas ni viejas. El hecho de sus propios cultivadores lo llamen “antinovela” ya es revelador » (Alonso de los Ríos, 1993, 111). Y también: « El “nouveau roman” es un género híbrido, nacido de las circunstancias, al que no hay que echarle a reñir con la novela. Son cosas distintas » (Delibes, Un año de mi vida, O.C., 1973, 327).

3 Ese intimismo lírico y su vertiente claramente autobiográfica hizo que algunos críticos como Alonso Santos consideraran esta novela como un paréntesis en la trayectoria delibiana: « Resignación y dolor parecen conducir el intimismo lírico de su última novela, Señora de rojo sobre fondo gris (1991), hasta llegar a una idealización de la figura femenina que, de alguna forma, repara la recreada en Cinco horas con Mario. Paréntesis en su trayectoria podemos considerar a esta novela, sobre todo si tenemos en cuenta su fondo personal y autobiográfico » (Santos, 1992, 30).

4 Ángeles Delibes y su marido Luis Silió (en la novela Ana y Leo) fueron detenidos en septiembre 1973, por pertenecer a la Liga Comunista Revolucionaria, poco después de que naciera su primera hija y primera nieta del matrimonio Miguel Delibes-Ángeles de Castro.

5 Para una comprobación detallada y minuciosa de las múltiples correspondencias entre los datos biográficos de Miguel Delibes y su familia y los de Nicolás, el pintor protagonista, y su familia en la novela véase Ramón García Domínguez, Miguel Delibes de cerca, especialmente el capítulo 7, titulado « Ángeles de Castro », Barcelona, Destino, 2010, p. 458-481.

6 El miedo es un sentimiento que vertebra en mayor o menor medida la mayor parte de las obras de Delibes : Parábola del náufrago, La mortaja, Madera de héroe, quizás sean en este sentido las obras más representativas.

Citer cet article

Référence électronique

Marisa Sotelo Vázquez, « Los personajes femeninos en la obra narrativa de Miguel Delibes », La main de Thôt [En ligne], 7 | 2019, mis en ligne le 18 décembre 2019, consulté le 28 mars 2024. URL : http://interfas.univ-tlse2.fr/lamaindethot/788

Auteur

Marisa Sotelo Vázquez

Universitat de Barcelona
msotelo@ub.edu