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Calderón era un sueño de sueños.
Esto es lo que aturde y espanta en sus obras.
La exacerbación de la pasión.
Su terrible propensión a lo candente.
Su dolor, manifestado constantemente por los personajes de sus tragicomedias, aplastados por el carro fatal de la vida.
Calderón ha dejado, digámoslo así, la fotografía de sí mismo.
Él ha lanzado su corazón y las memorias de su vida en sus dramas.
Quien los comprende conoce a Calderón.
Le ha tratado.
Más aún, le trata.

Sabe sus secretos (1882: 31)1.

Esta etopeya forma parte de una novela, El encanto de las musas, Don Pedro Calderón de la Barca, escrita por el prolífico folletinista Manuel Fernández y González y publicada entre 1881 y 1882. La fecha nos indica claramente que se pretendió aprovechar la ocasión del centenario por el escritor y por el editor. Editor que era el madrileño Gaspar, una de las partes de la famosa empresa editorial Gaspar y Roig, la alternativa más consistente que tenía la capital de España en la edición de libros ilustrados para enfrentarse a las pujantes empresas editoriales barcelonesas.

Era lógico que Fernández y González se entregara a la empresa de novelar la vida y las aventuras de Calderón. El folletinista, que cumplió sesenta en ese año del centenario, había recreado una buena parte de su obra en la España de los Austrias: Martín Gil. Memorias del tiempo de Felipe II (1850-1851), El cocinero de su majestad. Memorias del tiempo de Felipe III (1857), El pastelero de Madrigal. Memorias del tiempo de Felipe II (1862); El Conde-Duque de Olivares. Memorias del tiempo de Felipe IV (1863), Don Francisco de Quevedo. Memorias de la corte de Felipe IV (1865)2; La esclava de su deber. Memorias de Antonio Pérez, secretario de Felipe II (1865); El Marqués de Siete Iglesias o Don Rodrigo Calderón. Memorias del tiempo de Felipe III y Felipe IV (1866). Otros escritores célebres se habían convertido en personajes de sus obras, como Miguel de Cervantes y sobre todo Francisco de Quevedo, al que además de dedicar la novela biográfica antes citada, convirtió en personaje clave de la novela que podemos considerar la más representativa de su particular personalidad literaria: El cocinero de su majestad. No cabe duda, por lo tanto, del interés que Quevedo provocaba en el folletinista, pero sin duda era también Calderón uno de sus predilectos. Prueba de ello es un poema, que también apareció en el año del centenario, en el periódico ilustrado El Globo, un 25 de mayo. Fue un número monográfico, dedicado íntegramente al dramaturgo, y en el que Fernández y González firmó un poema en treinta y seis octavas reales, titulado, casi como la novela que vamos a analizar, « Al encanto de las musas. Don Pedro Calderón de la Barca ».

Solo conocemos dos tomos de esta novela, publicados en 1881 y en 1882, de 47 y 48 páginas, respectivamente. La narración queda inacabada y no sabemos si es que dejó de publicarse o no se han conservado ejemplares de las siguientes entregas. No hay ejemplar de esta obra en la Biblioteca Nacional. Tan sólo hemos podido localizar el título en dos bibliotecas españolas: la del Ateneo Madrileño y la de la Academia Sevillana de Buenas Letras y en ambos casos nos encontramos con los dos tomos del 81 y 82. No es descartable, sin embargo, que la novela conociese una publicación completa en forma de folletín de periódico o revista, o incluso como pliego suelto sin encuadernar, pues muchas otras novelas de Fernández y González conocieron esos tipos de publicación. De la misma manera, también es posible que la novela se publicase completa con otro nombre, otra situación que es frecuente en la producción de nuestro escritor. Una más de las muchas incógnitas que nos quedan en la historia de la producción novelística de Fernández y González, sobre la que aún no se ha hecho un estudio pormenorizado3.

El encanto de las musas se sitúa cronológicamente en la que podríamos considerar la etapa más representativa del escritor. En sus inicios, el autor granadino es uno más de los muchos autores románticos cultivadores de una novela histórica que hunde sus las raíces de Walter Scott. Fernández y González siguió esa tendencia en sus primeras obras, una de las cuales, Men Rodríguez de Sanabria, ha sido citada en repetidas ocasiones como prueba de que el granadino era muy capaz de escribir algo más que folletines. Pero muy pronto se especializó en obras de éxito popular, plagadas de aventuras y lances extraordinarios. El folletín histórico tomó el nombre de Fernández y González y durante casi cuarenta años, desde los inicios de la década de 1850 hasta su muerte en 1888, surtió torrencialmente de amores, aventuras y estocadas a las prensas de toda España.

El folletín histórico de Fernández y González adquirió rápidamente unas características muy definidas, que el autor repitió, como forma de éxito seguro, una y otra vez. En 1857, año de publicación de uno de sus títulos más aplaudidos y recordados, El cocinero de su majestad, la fórmula estaba plenamente consolidada.

Son novelas que siempre presentan una múltiple trama argumental. Hay una historia principal que es el eje fundamental del relato, pero a su alrededor se desarrollan otras tramas secundarias. Ello le permite al narrador crear un efecto de suspense, interrumpiendo bruscamente la acción de una de las tramas, para pasar a otra, creando en el lector una sensación de ansiedad por saber cómo continuará la historia. Es necesario recordar que se trata de novelas que se publicaban siempre por entregas a lo largo de períodos de tiempo largos (varios años en algunos casos) y el efecto de esas entregas era muy semejante al de lo que hoy sería una serie de televisión: el final brusco de la acción crea un efecto de inquietud e interés en el lector para seguir leyendo la siguiente entrega. Este era un constituyente fundamental de la mecánica de venta de estas producciones.

Estas tramas están entrecruzadas, porque los personajes de la novela forman parte simultáneamente de varias, lo que hace que en algún momento, una de las historias pueda verse influida por otra. Esto además le permite al narrador cambiar bruscamente de eje argumental, al seguir a un personaje que transita de una trama a otra, incluso a veces en el mismo capítulo. Otro más de los recursos para sorprender al lector y hacer que siga la narración sin desengancharse de ella.

La obra concluye con un final múltiple en el que se cierran simultáneamente todas las historias, mezclando destinos afortunados y desgraciados. Usualmente los amores de la pareja protagonista llegan a buen puerto, pero otras parejas pueden tener un final desgraciado. Los malvados, como corresponde a una novela maniquea y dualista, son castigados al final de las diferentes historias, con una excepción que luego veremos.

El narrador recurre sistemáticamente a la relación para explicar los antecedentes de un personaje o una historia. Un personaje cuenta a otro un hecho anterior que explica la situación presente. Esto le permite al narrador intensificar el diálogo, elemento básico en este tipo de publicaciones. El recurso a la relación es tan repetido que en más de una ocasión nos encontramos con relaciones dentro de relaciones. Un personaje cuenta una historia en la que a su vez aparece otro personaje que cuenta otra historia, aún más antigua a modo de cajas chinas o muñecas rusas.

El diálogo es el modo de elocución dominante y el autor resuelve todos los momentos que puede con ese recurso. Por ejemplo, mediante una conversación entre dos personajes secundarios que son testigos de la acción. Los personajes testigos van contándose los hechos y de esta manera los acontecimientos son conocidos por el lector por la forma del dialogo, de manera más viva y ágil, que a través del modo narrativo. El folletín busca la acción rápida, la acumulación de acontecimientos, el no dejar nunca al lector descansar y esto lo puede hacer mejor mediante los diálogos que mediante las narraciones y descripciones.

Los personajes son planos. Buenos o malos, positivos o negativos, héroes o villanos, virtuosos o viciosos, inocentes o criminales, caminan por la novela sin abandonar nunca su caracterización inicial. El lector no tiene dudas, desde el primer momento cada personaje se presenta ante el lector de una sola pieza, sin matices, dudas ni evolución. Y el narrador se ocupa de que tengamos, desde el primer momento de aparición del personaje, clara su personalidad literaria, su función en la novela. Por eso son muy frecuentes las etopeyas en las que el autor insiste una y otra vez. Estas etopeyas no constituyen un desarrollo psicológico ni muestran un cambio, pues los personajes no evolucionan y permanecen siempre idénticos a sí mismos. Pero en narraciones tan embarulladas, con varias tramas y multitud de personajes, con una lectura que, en su primera recepción, estaba diferida temporalmente por las sucesivas entregas, era necesario recordar, de tiempo en tiempo, al lector la naturaleza de esos personajes. Estas etopeyas se convierten de hecho en elementos de una suerte de función fática dentro de la narración y mantienen la atención del lector mediante la insistencia en la caracterización de héroes, de quienes se espera siempre lo mejor, o de villanos, de quienes se espera siempre lo peor.

Entre todos los personajes posibles, hay en el folletín uno imprescindible, sin el cual la intriga no tendría razón de ser, ni la trama se desarrollaría con suspense. Se trata de la oscura presencia que se esconde tras los villanos, que mueve los hilos en la sombra, que amenaza sin tregua, sin piedad y sin remordimiento la vida y la fortuna del héroe. El protagonista del folletín se magnifica por la rivalidad de ese ser oculto, peligroso, poderoso e inatacable. Cuando antes decíamos que todos los personajes malvados sufren un castigo, con una significativa excepción, nos referíamos precisamente a esta presencia tenebrosa, que está demasiado elevada en la escala de poder y demasiado a cubierto para que pueda amenazar la venganza del héroe. Estos personajes provienen de las novelas históricas románticas (donde aparecían como una crítica al poder) y el modelo paradigmático de todos ellos es el Cardenal Richelieu de Los Tres Mosqueteros. En las primeras novelas históricas españolas (pensemos, por ejemplo, en Ni Rey ni Roque de Patricio de la Escosura, con un Felipe II de figura muy tétrica) puede ser un rey el que ejerza esta función, pero el folletín de Fernández y González no se permite tales ataques a la realeza. Los reyes pueden ser indolentes, distraídos, atrabiliarios o lujuriosos, pero nunca máquinas pensantes del mal. Esta función corresponde a los ministros reales y Fernández y González tiene en sus novelas dos ministros malvados predilectos: los dos grandes ministros de los Austrias: el Duque de Lerma y el Conde Duque de Olivares (precisamente este último aparece en este papel en El encanto de las musas).

Los personajes que pululan por estas novelas tienen cuatro motivaciones básicas; amor (en los personajes positivos), deseo (en los personajes negativos), avaricia y venganza. Estas motivaciones son expuestas al principio de la obra y no cambian en ningún momento. Ni los personajes positivos renuncian a su amor, ni los malvados a sus deseos lujuriosos, ni el vengador se plantea renunciar a su objetivo. Son además, motivaciones exacerbadas, desmedidas e hipertrofiadas; el amor es un amor apasionado, rebelde, que prescinde de cuestiones como la moralidad, el decoro o la prudencia, el deseo no se detiene ante nada y está presto a cualquier crimen para conseguir sus objetivos; la venganza se ejecuta aún a costa de la propia vida, de la felicidad y de la vida y fortuna de otros y la avaricia es obsesiva, enfermiza y el avaro antes renunciará a su vida que a sus posesiones.

Un personaje prototípico de estas motivaciones es la mujer vengadora. El héroe siempre está inscrito en una múltiple trama amorosa, con tres, cuatro o más mujeres enamoradas apasionadamente de él. Una de ellas es rechazada, desarrolla a partir de entonces un odio absoluto hacia el héroe y dedica toda su vida y su energía a vengarse. Este personaje femenino es aristocrático, con cierta libertad de movimientos en una sociedad que no permite demasiadas licencias a las mujeres, rompe todas las reglas en la búsqueda de su venganza, no retrocede ante ningún crimen y en muchos casos se viste de hombre para conspirar y actuar contra el héroe y posibilitar una anagnórisis en los momentos finales y culminantes de la novela.

El folletín, con esta estructura narrativa, estos personajes y estas motivaciones necesita un último elemento para desarrollarse: el laberinto. Los folletines transcurren en escenarios laberínticos, complicados, donde es posible ocultarse, desaparecer, reaparecer, extraviarse o refugiarse. Las calles de la ciudad en la noche, oscuras y tenebrosas, los palacios y castillos llenos de pasillos, habitaciones escondidas, sótanos y desvanes, los caserones, los conventos, cumplen con esta función de laberinto. En este escenario se pueden escuchar a escondidas conversaciones de otros, se puede preparar emboscadas, hacer desaparecer a un personaje en una trampa siniestra o recibir un inesperado socorro de un personaje misterioso. Podemos señalar que de entre todos los personajes la presencia oscura es su habitante más natural. Se encuentra en el centro del laberinto, controlando y planeando todos los hechos desde su escondite. Mientras que el héroe, que está fuera del laberinto se atreve a internarse en él, espada en mano, y consigue salir con vida y con éxito del mismo.

La novela El encanto de las Musas ofrece al lector todas estas características. La trama que conocemos es doble, aunque por los indicios podría ramificarse en varias direcciones. La primera es la conflictiva relación amorosa de Calderón con tres mujeres, relaciones llenas de celos y de arranques de pasión. La segunda una historia de celos, adulterio y venganza.

Estas dos tramas se entrecruzan. Calderón, protagonista de la primera, es personaje importante en la segunda y varios personajes aparecen en ambas tramas. Se trata de un folletín que sigue las reglas del género anteriormente enunciadas y del que, pese a no tenerlo completo, no debemos esperar grandes novedades en su desarrollo.

A continuación, desarrollaremos el estudio del modo en el que Fernández y González ha introducido a Pedro Calderón de la Barca, como personaje, y a algunas de sus obras como referencias literarias en esta novela.

Son claramente reconocibles dos obras de Calderón como fuentes de las dos líneas argumentales. Por una parte, el personaje de Ana de Meneses. Criada en un convento, sin haber salido nunca al mundo exterior, enamorada de Calderón, sólo por verlo a través de una celosía, huida del convento para declararse a su amado, rechazada por este, convertida por amor y celos en asesina y bandolera y con una marca de nacimiento en forma de cruz en su pecho, es una evidente adaptación a la novela del personaje de Julia de la obra dramática de Calderón La devoción de la cruz. Y no es extraño que una comedia de bandoleros surta de argumentos a un folletín: son géneros que tienen mucho en común: « Dramas de acción, de muchas peripecias, con personajes planos, energúmenos… » (PEDRAZA JIMÉNEZ, 2000, 118). Esta caracterización de Felipe Pedraza da fe de cuán cerca se encuentran ambos géneros.

La otra línea, está protagonizada por Lope de Figueroa, pero no se quiere presentar a uno de los protagonistas de El alcalde de Zalamea, por más que el nombre coincida, sino a otro personaje calderoniano, otro Lope, pero Lope de Almeida, el protagonista de A secreto agravio, secreta venganza. Aunque esta línea argumental está menos desarrollada que la anterior, en los dos tomos que hemos podido estudiar, es muy evidente este origen, tanto que Fernández y González hace al Figueroa de la novela, alcalde mayor de Portugal, quizás porque Almeida era portugués.

Otra fuente calderoniana que tiene la novela es la utilización constante de títulos de sus obras que aparecen en diálogos, en pensamientos del propio Calderón y en conversaciones sobre teatro. El repertorio de títulos que maneja el personaje de Calderón en la novela está formado básicamente por dramas: La vida es sueño, El alcalde de Zalamea, A secreto agravio, secreta venganza, El médico de su honra, El pintor de su deshonra, El mayor monstruo los celos y La devoción de la cruz. En cuanto a las comedias se hace una alusión incompleta a Casa con dos puertas mala es de guardar y tan sólo hay un título de comedia completo: Los empeños de un acaso. Pero no es casual que los dos títulos que aparecen citados una y otra vez sean La devoción de la cruz y A secreto agravio, secreta venganza.

Pero sin duda el esfuerzo mayor del novelista está en la caracterización del personaje.

Hay que decir, antes que nada, que Fernández y González inserta con bastante habilidad su novela en los hechos históricos por entonces conocidos. El tiempo de la acción es 1624, precisamente en ese período de la vida del poeta que Felipe Pedraza ha denominado como los « años en sombra »4, entre junio de 1623 y septiembre de 1625, en los que nada se sabe de las actividades del poeta, lo que permite al novelista no tener que acomodarse a unos hechos históricos que le pudieran servir de barrera para su fantasía. Comete Fernández y González algunos errores de bulto, el más significativo es indicar que el padre de Calderón todavía vivía por esas fechas. Parece confundir los nombres de sus hermanos, pues la novela habla de un hermano mayor, de nombre José, que es militar y sirve por entonces en el Milanesado, y de un hermano más pequeño, al que no nombra, que estudia en el Colegio Imperial de los Jesuitas, en el que también había estudiado el poeta. También menciona a su hermana, monja en Toledo, según la novela. Hay por tanto varias informaciones verídicas: dos hermanos, aunque equivoque el nombre del mayor, la condición militar de José Calderón, el Colegio Imperial de los Jesuitas, la hermana del poeta que, efectivamente, profesó en Toledo… No hay que olvidar que la obra está escrita en 1881 y que por entonces no eran muy sistemáticos los datos que se conocían de la vida del autor.

Indica además Fernández y González que Calderón era un autor incipiente, que ya había llamado la atención, pero que no era ni mucho menos el dominador de la escena teatral de ese año, cetro que seguía perteneciendo a Lope, y que nuestro dramaturgo tenía bastantes problemas económicos al no ser todavía un autor consagrado. Todo ello es bastante exacto, históricamente. Pese a lo cual, hay que decir que el novelista, con bastante inconsecuencia, presenta a un genio, que se considera a sí mismo como un genio y que como tal es considerado por los demás. Por ello tiene la autorización para acceder en persona al rey Felipe IV, con quien está componiendo una comedia en colaboración. Su opinión es muy valorada por el rey y el dramaturgo ejerce una considerable influencia en el monarca. Por ello es respetado tanto por Olivares, como por la Reina, que maquinan un matrimonio ventajoso para Calderón, con el fin de ganarse su apoyo

Fernández y González, con unos pocos datos históricos y mucha imaginación, ha construido un personaje que tiene tres caras: héroe de folletín, gloria nacional y artista romántico.

Por una parte, Calderón ha de seguir el modelo del héroe de un folletín histórico, para poder desarrollar la intriga. Por otra parte, como personaje sobre el que no se pueden arrojar sombras (y menos aún en el ámbito de las múltiples conmemoraciones de su centenario) es modelo de conducta honesta, religiosidad fervorosa y elevada moralidad. Y como, pese a la fecha, Fernández y González, bebe resueltamente en las fuentes del romanticismo literario, Calderón es presentado con todas las características de un artista romántico; es decir las características con las que los escritores románticos presentaban a los artistas.

En primer lugar el héroe folletinesco: es valiente, hábil con las armas (Ana, que es novicia en Toledo, se enamora de él al verlo luchar en una explanada frente a su convento, donde va Calderón a enfrentarse con los mejores maestros de armas de Toledo), y es también –por decirlo así– de « estoque fácil » (al comienzo de la novela no duda en batirse con Diego de Vadillo para defender el honor de Lope de Figueroa, y tras la lucha abandona sin remordimientos a su enemigo herido en la noche madrileña, dando por hecho que morirá en poco tiempo), y tiene un irresistible atractivo para todo tipo de mujeres.

Pero al ser Calderón, al ser ese personaje que presenta Fernández y González desde el principio como modelo de conducta honesta, religiosidad fervorosa y elevada moralidad, el novelista tiene que maniobrar con unas cualidades que no son las del habitual héroe. En las novelas de Fernández y González el héroe tiene una amada, a la que ama con devoción y a la que se une al final en sacrosanto matrimonio, pero el novelista le permite, a lo largo de la novela, unas cuantas « distracciones » amorosas que le permiten enredar la trama. El héroe folletinesco supera estos episodios galantes sin muchos cargos de conciencia. Tampoco es raro que este héroe se vea envuelto en un adulterio en el que entra sin muchos remilgos. Bien es verdad que el novelista siempre indica que el marido burlado se lo merece por tonto, feo, gordo, villano, rencoroso, miserable, malhumorado, tacaño y repelente.

Porque el Calderón de la novela es un atractivo caballero, elegante y a la moda, que vestía con extremado lujo y salía a la calle armado hasta los dientes, como vemos en el siguiente texto en el que se detalla su vestimenta:

Al fin con una valona5 de Cambray, ropilla6 y greguescos7 de veludillo o terciopelo granate con cuchilladas8 de raja de Florencia9, medias de escarlata, zapatos altos de lazo, castoreño10 gris con pluma negra, talabarte11 dorado, espada de farol12, daga de ganchos13, capa de grana14 y guantes de ámbar15, gentil y bizarro, aunque ensimismado y con sombras de alicaído, ojeroso y pálido, con la mirada febril y los labios tirando a ávidos, con algo en todo su ser que parecía como un testimonio de la turbación de su alma, se salió de su casa (1882: 37)16.

Pero Fernández y González no se atreve a presentarnos un Calderón aventurero, alocado y metido en alguna imprudencia juvenil. Podía hacerlo sin faltar demasiado a la verdad, pues la obra se sitúa, cronológicamente, en los años de juventud del autor, en los que se metió en más de un problema. Pero en este mundo folletinesco de personajes planos, el dramaturgo tenía que ser ya por fuerza el mismo personaje reflexivo y moralista que se adivina en sus obras de madurez. Por ello desde su primera aparición se insiste en su superioridad moral y en su aspecto imponente:

Cabellos negros, frente ancha, alta, prominente, cejas negras, enérgicas, entrecejo poblado como una nube que amenazase siempre con una tempestad, ojos negros, profundos, de mirada fija e incontrastable, que parecían iluminados por el fuego de una sabiduría misteriosa. La nariz larga y aguileña, la boca enérgica, fuertes el bigote y la perilla, el semblante profundo, la expresión melancólica y al par severa, una como virtud intransigente en todo, por todo y para todo, siendo como el espíritu puro. El carácter de su fisonomía, la gravedad, el valor, el sentimiento, la resolución representados en él de una manera indudable. La gran movilidad del espíritu, la luz de la inspiración, la sombra fantástica del hervidero de pasiones violentas […] una altivez noble, una majestad serena, una majestad que porque viene de Dios es también de derecho divino, he aquí a Calderón (1881: 12).

Este retrato de Calderón muy parecido al de un Júpiter olímpico es la primera descripción del dramaturgo que aparece en la novela, precisamente en la escena en que se reúne con el rey Felipe IV en el Parnasillo, donde están componiendo entre los dos una comedia. Se contrasta allí la apariencia de los dos personajes. Frente a este imponente personaje, el rey es « vulgar en la expresión », en sus ojos no había « nada hermoso, nada que representase un alma impresionable, inteligente y grande » y del que, como rasgo significativo de degeneración y decadencia, el grueso labio inferior « no era ya un rasgo fisionómico, era un defecto » (1881: 12).

A lo largo de la novela, se insiste en la religiosidad y la honestidad de Calderón: « Calderón era cristiano como se era cristiano en su tiempo, con una fe ardiente. Tenía además una ardientísima devoción a la cruz […] Era lo que hoy se dice un fanático » (1881: 25). Y en otro momento, cuando el narrador indica que el Conde-Duque y la Reina buscaban estrechar lazos con Calderón, para aprovechar la influencia que el dramaturgo tenía sobre el rey, advierte que:

Se conocía también la gran severidad de éste [Calderón] en cuanto al honor y la lealtad, y se tenía por seguro que a pesar de que se trataba bien con el Conde-Duque, que le distinguía por el favor que él como poeta tenía con el rey, Calderón no podía sucumbir nunca a los bajos, a los vergonzosos oficios que el Conde-Duque exigía (1882: 8).

El narrador insiste en numerosas ocasiones en la moralidad y honradez de Calderón: « Era un alma buena, un alma de ángel llena de ilusiones y de buena fe. De una buena fe incurable » (1881: 44).

Mas si Calderón de la Barca, como personaje, por exigencias de la mecánica del folletín, era un héroe aventurero, y, por exigencias de las celebraciones del centenario y por la visión encomiástica del momento, era un dechado de honradez y un modelo de virtudes, por el concepto artístico en el que bebía el autor era un artista romántico, uno de los tipos más acabados y definidos de héroe romántico.

Cuando los autores románticos presentan en sus narraciones un artista de otro tiempo llevan a cabo una transformación de la realidad histórica que ya ha sido mencionada en relación con la novela histórica: presentan problemas contemporáneos con vestidura histórica. Los ilustres de la pintura, la música o la literatura que aparecen en estos relatos históricos sobre artistas, son románticos en su concepción de la vida y en sus manifestaciones ante ella. Y Calderón es un ejemplo más de esa presentación de un artista como héroe romántico. Nació destinado a ser un genio y eso ha marcado su vida.

Las criaturas que ya en su infancia dejan ver grandes rasgos de ingenio acerca de lo que no conocen y que parecen inspirados por una causa misteriosa, tienen una vida muy corta.

Acaban antes de que concluya su infancia.

Parece como que les devora el fuego con que han venido a la vida.

Su misma exuberancia les mata

[…] Calderón era un predestinado.

Había nacido para la pasión candente (1881: 44).

Marcado desde la niñez, genio desde su juventud, se insiste una y otra vez en la imaginación de Calderón, en su impresionabilidad, en su agitación interior. « En Calderón todo era exagerado o por mejor decir, todo estaba sublimado, lo mismo el cumplimiento del deber que los arrebatos de la pasión » (1881: 24). Por ello su estado se define en varias ocasiones como « fiebre » y parece muchas veces al borde del delirio. Es más: los momentos de fuerte tensión entra en una especie de vértigo vital, entre místico e histérico. Es el caso, por ejemplo, del momento en que Ana de Meneses le ofrece su amor y él la rechaza. Ante la furia de Ana:

Calderón se sintió envuelto en un torbellino.

Le pareció como que el infierno se apoderaba de él

Oyó como gritos agudos, como gemidos inmensos, como si todo el hielo y todo el fuego de la montaña y del volcán hubieran caído sobre él, aniquilándole, devorándole.

Vio una resplandeciente hermosura satánica, sobrenatural, infinita y la cruz de sangre luminosa, ígnea, que abrasaba sus labios y por ellos llegaba, devoradora, hasta sus entrañas (1881: 28).

No duda el narrador en dirigirse a los lectores para intentar explicar este comportamiento siempre excéntrico e impulsivo de Calderón:

Es preciso que no nos olvidemos de que estamos tratando con Don Pedro Calderón de la Barca, que estaba dotado de una impresionabilidad extraordinaria, que sentía todo lo noble, todo lo justo y todo lo santo de una manera inconcebible y que era exagerado hasta el fanatismo (1882: 25).

Como corresponde a un artista romántico, Calderón vive su condición de genio como una maldición, y se lamenta de ella, y del atractivo que por su causa ejerce sobre las mujeres. Así tras el primer encuentro con Estrella y las insinuaciones (bastante directas, por cierto) de ésta, Calderón dice para sí mismo:

¿Qué comedia puedo yo hacer con este ángel que no venga a desventura y tal vez a tragedia? ¡Y me ama! ¡Sí, me ama! […] ¡Maldita reputación del ingenio que las enloquece y que del ingenio las enamora! (1881: 9)

No olvida sin embargo Fernández y González la condición de Calderón de célebre artista del Barroco y la necesidad de hacer patente esta condición ante un público, el del folletín, popular y, probablemente, no muy versado en cuestiones de historia literaria. Por ello, en momentos aislados, Fernández y González muda su registro, normalmente claro y sencillo, para introducir textos que él pretende sean remedo de un estilo calderoniano, aunque muchas veces suenan más a cervantinos, como podemos ver en este fragmento del discurso que Calderón le endilga a Ana de Meneses en la escena de la declaración amorosa de ésta.

Tan turbado estoy señora de la aventura en que con vos me encuentro, que no sé lo que es de mí, y mi amor batalla consigo mismo; de espantado callo y de atormentado gimo y el alma enamorada al silencio reduzco de miedo a que si se me escapa y lo que siente dice y tempestuosa se manifiesta, vos misma os espantaseis de la locura mía, que alentado de vuestra locura a tal pasión llegase, que de la ventura os pesara cuando tras la tempestad del delirio la razón viniese y nos sintiésemos castigados por Dios de la idolatría nuestra del uno por el otro. Y digóos ahora que mujer para mi tan hermosa no la vi en todos los días de mi vida ni espero verla y que un infierno de amor con en el que me habéis metido nunca pensé que lo hubiese, pero la cruz que en el divino seno tenéis, por ella más divinizado me espanta y augurio veo en ella de tremendas desdichas, que a mí me parece que no para mi amor, sino para el divino amor os consagra la cruz con la que habéis nacido (1881: 27).

Parlamento que de alguna manera recuerda aquel en que Eusebio, en La devoción de la cruz, rechaza también el amor de Julia:

Mujer, ¿qué intentas?

Déjame, que voy huyendo

de tus brazos, porque he visto

no sé qué deidad en ellos.

Llamas arrojan tus ojos,

Tus suspiros de fuego,

un volcán cada razón,

un rayo cada cabello,

cada palabra es mi muerte,

cada regalo un infierno;

tanto temores me causa

la cruz que he visto en tu pecho.

señal prodigiosa ha sido,

y no permitan los cielos

que aunque tanto los ofenda,

pierda a la cruz el respeto;

porque si la hago testigo

de las culpas que cometo,

¿con qué vergüenza después

llamarla en mi ayuda puedo?

quédate en tu religión,

Julia, yo no te desprecio,

pues más agora te adoro17.

Otra fórmula que se repite son los soliloquios de Calderón en los que se entreveran los títulos de sus obras con reflexiones y meditaciones, siempre dentro de la condición filosófica y reflexiva que el autor encaja a martillazos con los constantes impulsos de pasión a los que el personaje se precipita una y otra vez. Así al principio de la novela, tras el encuentro en el nocturno y misterioso palacio real con un viejo portero que busca, celoso y enfurecido, a su joven y casquivana esposa, Calderón reflexiona:

Nunca vi asomar a unos ojos de tal manera desencajados, tan ansioso y con tales propósitos de venganza sangrienta, como ahora, el monstruo de los celos. ¡Ah! Ved aquí un peregrino título de comedia: El mayor monstruo, los celos. Por mi vida que no he de olvidarlo. ¿Y qué es el alma del hombre? […] Cada día creo más que la vida es un sueño de condenación en la que cae por castigo algo que sin ser Dios por venir de Dios es divino (1881: 10).

En definitiva, Fernández y González consigue encajar a duras penas en el molde de un personaje de folletín algunos de los rasgos de Calderón, precisamente aquellos que mejor le convienen a su propósito de crear un héroe popular del gusto del vulgo, vulgo que podría exigir una continuación de las aventuras de ese personaje y por tanto un aumento de los beneficios económicos de su creador literario. El final abrupto de la novela nos hace pensar que no tuvo éxito en ese empeño. Reconocemos, no obstante, las dificultades de presentar literariamente a un dramaturgo cuya personalidad siempre ha quedado envuelta en sombras y del que Felipe Pedraza nos dice que fue: « pesimista y juguetón, taciturno y risueño, exaltado y burlón y no cabe en ninguno de los estereotipos en los que se le ha querido meter » (Pedraza: 2000: 10).

Note de fin

1 Todas las citas que se hagan al texto de la novela llevarán la referencia del año (1881, tomo 1, o 1882, tomo 2) y el número de página.

2 FERRERAS, 1979, 151 dice que esta obra fue vuelta a publicar con el título de Amores y estocadas. Vida turbulenta de Francisco de Quevedo. Con este título ha sido editada, hace pocos años por Ignacio Arellano (Universidad de Navarra, 2002).

3 La única biografía que conocemos es la de HERNÁNDEZ GIRBAL, 1931.

4 Íbid, p. 29.

5 Cuello grande y vuelto sobre la espalda, hombros y pecho.

6 Vestidura corta con mangas y brahones, de los cuales pendían regularmente otras mangas sueltas o perdidas, y se vestía ajustada al medio cuerpo sobre el jubón.

7 Calzones muy anchos.

8 Aberturas que se hacían en los vestidos para que por ellas se viese otra tela de distinto color u otra prenda lujosa.

9 La “raja de Florencia” era una tela muy fina y cara.

10 Sombrero fabricado con el pelo de castor u otra materia parecida, como el fieltro.

11 Pretina o cinturón, ordinariamente de cuero, que lleva pendientes los tiros de que cuelga la espada o el sable.

12 Espada con protección para la mano.

13 Daga grande. con gavilanes en forma de ese y de gran tamaño. Era propia de maleantes.

14 Paño fino usado para trajes de fiesta.

15 Guantes de cuero tratados con ámbar gris, sustancia que se extrae del cachalote. Era muy cara y se utilizaba para la fabricación de perfumes.

16 Todas las citas de esta novela se refieren a FERNÁNDEZ y GONZÁLEZ, Manuel. 1881, Madrid, Gaspar.

17 CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro. La devoción de la cruz. El mágico prodigioso. Edición, prólogo y notas de Ángel Valbuena Prat. Madrid: Espasa Calpe. 1970. p. 72.

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Raquel Gutiérrez Sebastián et Borja Rodríguez Gutiérrez, « Calderón de la Barca, personaje de folletín histórico », La main de Thôt [En ligne], 7 | 2019, mis en ligne le 07 janvier 2020, consulté le 28 mars 2024. URL : http://interfas.univ-tlse2.fr/lamaindethot/790

Auteurs

Raquel Gutiérrez Sebastián

Universidad de Cantabria

Borja Rodríguez Gutiérrez

Universidad de Cantabria