Locura y sinrazón en Isla de Bobos de Ana García Bergua

La locura, significante en la historia de las representaciones (Foucault, 1967) constituye en la reciente literatura mexicana un motivo temático estético y un paradigma interpretativo de la modernidad postrevolucionaria mexicana en crisis, sus fundamentos y sus verdades históricas. Este artículo muestra cómo Isla de bobos de Ana García Bergua (2007) es una historia de personajes aquejados de melancolía o demencia. El relato gira alrededor de una desquiciada empresa política y una humanidad al borde de la locura. Construye además una apreciación crítica de la soledad ontológica de las mujeres y su subordinación a la dominación masculina.

La folie, signifiante dans l’histoire des représentations (Foucault, 1967), constitue dans la récente littérature mexicaine un motif esthétique et un paradigme interprétatif de la modernité post-révolutionnaire mexicaine en crise, de ses fondements et de ses vérités historiques. Cet article montre comment Isla de bobos de Ana García Bergua (2007) est l’histoire de personnages affligés de mélancolie ou de démence. Le récit est centré sur une entreprise politique démente et une humanité au bord de la folie. Il construit en outre une révision critique de la solitude ontologique des femmes et de leur subordination à la domination masculine.

Madness is a meaningful concept in the history of representations (Foucault, 1967). In recent Mexican literature it is an aesthetic motif and an interpretative paradigm of Mexican post-revolutionary modernity in crisis, its foundations and its historical truths. This article shows how Ana García Bergua’s Isla de bobos (2007) tells the story of characters who are afflicted with melancholy or dementia. The plot centers on an insane political initiative and a world on the brink of madness. It also constructs a critical revision of the ontological solitude of women and their subordination to male domination.

Plan

Texte

Note de l’autrice :
Una versión preliminar y en francés de este capítulo fue publicada en Nadia Mekouar-Hertzberg y Stéphanie Urdician (eds.), Histoires de folles. Raison et déraison, liaison et déliaison, Binges : Orbis Tertius, 2019, 291-318.

La locura, significante en la historia de las representaciones (Foucault, 1967)1 constituye en la reciente literatura mexicana un motivo temático estético y un paradigma interpretativo de la modernidad postrevolucionaria mexicana en crisis, sus fundamentos y sus verdades históricas. Isla de bobos de Ana García Bergua (2007)2 no sólo habla de esos “bobos blancos y negros de plumaje tan suave y patitas azules” (37), torpes y simplones como el albatros de Baudelaire. Es una verdadera historia de personajes aquejados de melancolía o demencia. El relato gira alrededor de una desquiciada empresa política y una humanidad al borde de la locura. Imaginemos un destacamento compuesto por soldados mexicanos y sus familias que las autoridades porfiristas envían en 1905 a Clipperton, una remota isla inhóspita del Pacífico cuya principal riqueza es el guano, el excremento de pájaros con el propósito de resguardar la soberanía mexicana y prevenir cualquier intervención extranjera. La isla acoge a esos falsos robinsones, pero su frágil equilibrio se desmorona ante las vicisitudes de la Revolución mexicana de 1910, cuando el gobierno revolucionario decide suspender el periódico abastecimiento desde el continente. Cautivos de una isla, sin posible escapatoria, todos los personajes bordean la sinrazón, desde el capitán de la guarnición, cuyo patriotismo alcanza un grado tan absurdo que se niega a ser rescatado por un barco norteamericano, pasando por el guardián del faro quien, después de muertos los varones, abusa de las mujeres, hasta las propias sobrevivientes que, desde entonces, no pueden escapar de su tormento, de ser cuerpos estigmatizados y objetivados. Para ellas, la muerte es una lenta expiación a través del deterioro físico y la melancolía regresiva. El título de la novela de Ana García Bergua es deliberadamente ambiguo. ¿Se trata acaso de una locura contraída en la isla, por el contacto con pájaros con nombre profético? ¿o más bien de la relectura crítica de la historia de México desde el suceso trágico de los “olvidados de Clipperton”? En ese relato polifónico en que se entremezclan pasado y presente de los personajes, la autora, hábilmente y de modo subversivo, entreteje dos tipos de locura, la de los hombres y la de las mujeres. De muy distinta naturaleza, la primera es un carácter adquirido, mientras que la segunda, innata, condensa características propias y modos de expresión devaluados y regresivos.

La locura en femenino y la locura en masculino: lo innato y lo adquirido

La locura tiene género y escribirlo no es ninguna novedad. Supuestamente la locura femenina es uterina y la histeria y la enajenación son desórdenes propios de las mujeres. La locura de los hombres, en cambio, atañe a la mente y es de tipo obsesivo. En esa excrecencia mexicana que es la isla K., la repartición tradicional de los roles responde a una dinámica que establece la locura femenina en cuanto determinada y la adquisición en cuanto parte de la locura masculina. Según esto, las mujeres están predestinadas a ser locas y el alejamiento de las normas sociales las convierte, para bien, en originales y, para mal, en dementes. La opinión de quienes vieron embarcarse a la joven Luisa Roca con el “cadete” Raúl Soulier rumbo a la isla no puede ser más explícita: Luisa no se ha vuelto loca, ya lo estaba un poco.

El señor Roca quedó maravillado por aquella fuerza de voluntad; con razón Luisa había sobrevivido en aquella isla. Desde pequeña era empeñosa; como cuando se obstinó en casarse con aquel cadete un poco falto de carácter, muy apuesto eso sí […]. (65)

La voluntad, afín a su carácter indócil, resulta aquí fatal para la hija del señor Roca. Entre todas las jóvenes de su generación, Luisa, por su cuenta y riesgo, decide casarse con un militar sin futuro e irse con él a la isla K. sin sospechar que ahí les esperaba un siniestro juego con la muerte. Otras señoritas han huido de tal partido: “En cambio a Luisa le entró una como locura y no había modo de pedirle que lo pensara un poco” (65). En realidad, es la estructura social la que genera y alienta la locura de los personajes. En lo que respecta a Raúl Soulier, los determinantes sociales pueden ser más que evidentes, pues las razones con que pretende justificar la fatídica decisión de embarcarse en la epopeya son, antes que el heroísmo, el afán de ascenso social y la necesidad de sacar a su familia de la ruina. De igual forma, la melancolía se perfila en él como señal del mal que colonizaría toda su vitalidad de joven boticario, un mal que de simple fantaseo germina ahora en la decisión de alistarse en el ejército. Pero la rudeza de los soldados del cuartel, opuesta a la sensibilidad del joven franco-mexicano, van a resultar desalentadoras, generando en él “la más terrible y descorazonadora amargura” (50):

Él, que ya se imaginaba vestido con el uniforme, los galones y las charreteras, al llegar al puesto militar sintió miedo. Ahí no había galones, ni guapos soldaditos de plomo, ni marcialidad: soldados, sí, pero grisáceos, bajos y muy morenos. Sobre todo, atemorizados y atemorizantes (27-28).

En el transcurso de la diégesis, la ruptura entre el sueño y la realidad persigue a los personajes. El mexicano sueña una realidad necesariamente decepcionante, utópica, por definición imposible, destinada al fracaso. Ante la falta de horizonte, la melancolía degenera en verdadera locura. Sea como metáfora de la historia revolucionaria mexicana o como alegoría de la condición humana, la falta de perspectivas esperanzadoras constituye una experiencia traumática, básicamente para los guardianes del faro. Más adelante, Raúl Soulier relata cómo la soledad de los fareros los hacía débiles y proclives a enloquecer:

El farero que pasaba ahí el día y la noche, sin otra ocupación que alimentar de petróleo la lámpara rudimentaria para mantenerla encendida, vigilando la aparición de cualquier barco en el horizonte, estaba enloquecido de soledad. Una noche, incluso, los soldados que efectuaban el rondín nocturno lo hallaron desnudo, gritando entre las rocas (160).

El horizonte vacío, el mar que sólo escupe cadáveres en descomposición o, a lo sumo, cangrejos descarnados, son imágenes que contribuyen, si cabe, a mostrar la fatal vacuidad de la existencia y la ausencia de sentido en la misión del capitán Raúl Soulier. En una carrera militar en que hubo deserciones, expediciones a prostíbulos, brutales pacificaciones de indios, el joven cadete, recién ascendido, se percata de que vigilar una isla donde sólo hay guano y salitre es, al fin y al cabo, una misión sin horizonte. Todos los personajes, incluidas las mujeres, son víctimas de la misma obsesión: “Estaba siempre el horizonte y la espera de los barcos” (166). También aquel alemán, Schubert, que trabajaba para la compañía de extracción del guano. Cuando los barcos que venían cada 4 meses no volvieron más, “[…] el señor Schubert se empezó a enloquecer. Se encerró en su cabaña por varios días. Luego una mañana salió corriendo como Dios lo trajo al mundo, hecho una fiera, queriéndose meter al mar para nadar hasta el puerto” (198). En otra ocasión, el capitán le predice al futuro tirano de la isla el mal que pronto lo acechará: “Te has de estar volviendo medio loco, aquí. La verdad sí, mi capitán, pero ¿qué vamos a hacer?” (211). Aún después de haber regresado al continente sana y salva, Luisa no podrá escapar a la locura del horizonte. La espera sigue presente en su mente y la loca y desgastante zozobra se ha convertido en su aliento:

En las noches, en aquel sueño recurrente, el fantasma de Raúl se aparece en el espejo de la habitación. Primero se ve el mar. Luisa sueña que mira el mar en aquel espejo con detenimiento y con ansia, al igual que tantas veces se sentó a mirarlo, esperando que apareciera un barco en el horizonte y las salvara (140).

En definitiva, tanto hombres como mujeres fracasan ante el horizonte sin salida. En este caso, mientras las mujeres enloquecen al alejarse del orden natural preestablecido; los hombres, al contrario, al volverse locos, buscan amparo en sus instituciones. De acuerdo con el sesgo masculino, las mujeres representan una forma de maldición, pero una maldición salvadora dado que son seres auxiliares del destino masculino. Para Raúl, el origen de su desgracia reside en la mirada femenina, un fermento de locura que le han inculcado a cuentagotas, desde la infancia, y que lo obsesiona: “¿No había sido yo preparado durante todos esos años para la gran revelación de mis cualidades innatas?”. Su encuentro con Luisa alivia, por fin, su desasosiego:

No hubiera necesitado, como antes, quedarme contemplando mi estampa ante el espejo, pues tan sólo la mirada admirativa de mi esposa me devolvía ya aquella imagen a la que aspiraba de honor y gallardía supremos. (185‑186)

Sin embargo, la relación especular resulta fatal y los espejos mentirosos. En este sentido, los protagonistas se ven arrastrados por un deseo ingobernable hacia opciones suicidas. La obsesión por la mirada femenina, de una relevancia extrema, se percibe en otros personajes como si, para existir, les hiciera falta un espejo en el que mirarse; como si, arrebatada la identidad propia, necesitaran de un aliado para existir. En Raúl Soulier, como en los demás hombres, la obsesión por la mirada se acopla con la obsesión sexual. Desde sus primeros amoríos, sucumbe a una conducta sexual compulsiva. Una vez desaparecida la utopía de sus expectativas heroicas, se enfrenta a sus pulsiones eróticas incontrolables: “Veía a las mujeres y no podía contenerse, resultaba tan animal como el que más” (34). Esta, que ha sido la eterna preocupación de Raúl antes de casarse, ahora, se ha vuelto consumo bulímico insaciable:

[…] y en lo único en que he estado pensando a lo largo de todos los días, mientras ordenaba cavar y ordenaba limpiar y ordenaba inspeccionar y ordenaba apresar, ha sido en las ganas que tengo de refocilarme con mujeres, cualesquiera que sean y como sean y donde estén, mujeres gordas, delgadas, blancas, negras, morenas, de piel áspera o sudorosa, da igual (104).

Sorprendido in fraganti con una prostituta, el empedernido mujeriego reconoce que el consumo sexual de mujeres le proporciona cierto consuelo existencial: “me dejo llevar por las debilidades; no puedo quedar satisfecho sólo en los permisos, no puedo encarnar aquellas glorias impolutas que ilusionan a las mujeres puras” (104). El temperamento ardiente se interpreta como patológico en otro personaje, Schubert, cuya presencia en el continente americano se debe, al parecer, a sus impulsos “fogosos”: “Debía de ser algo que me tenía hechizado. En parte las mujeres de Acapulco, tan morenas. Me obsesionaban. No hubiera podido llevar una a Alemania, no una así. Nos hubieran encerrado en un circo” (169). De modo recíproco, quien lo salva del mal que lo enloqueció en la isla es una mujer, Esperanza: “Lo cuidó así hasta que se lo llevaron: caricias por miradas” (199).

La sociedad postrevolucionaria entiende la terrible experiencia de esas mujeres andrajosas, pero no puede deslindar su sufrimiento de su condición de mujer. Son muchos los que han venido a sondear a las sobrevivientes en busca de las raíces del drama y la pregunta que los asalta es siempre la misma, casi como una obsesión: “Pero los interlocutores siempre volvían a lo mismo, sobre todo los señores: ¿y el negro abusó de todas?” (55). Las mujeres son necesariamente culpables, pues algo tendrán que haber hecho para encontrarse en esa situación. El oficial del tribunal formula abiertamente la acusación: “De verdad ¿no sería que ustedes lo andaban provocando y la víctima fue él? La sangre de los hombres no es fácil de contener, tanta soledad, ustedes saben, solo, en medio de tantas mujeres… Cualquiera se vuelve loco” (115). No sobra agregar que la locura de los hombres está emparentada, ni más ni menos, con el exceso de mujeres, y esto sería, por lo visto, lo que llevará a Saturnino a la locura.

A veces sentía que flotaba en medio del sol, en medio de la cabaña del faro, en medio de todo, y que no le quedaba más que desaparecer, disolverse. A veces el cuerpo le recordaba tantísimas urgencias y no tenía otro remedio que dar vueltas, echarse agua, emborracharse con aguardiente o frotarse locamente en la noche contra el catre (210).

El otro corolario de la obsesión sexual es la destrucción. El relato incluye abundantes metáforas gustativas que atañen, especialmente al cuerpo femenino y al consumo sexual: “Para Saturnino, la señora de ojos azules era como un manjar que nunca comería.” (211) Ciertamente, la caracterización de un Saturnino sediento de venganza y de devorar a las mujeres refuerza la imagen del hombre como depredador de lo femenino: “ La vida de Saturnino, en consecuencia, se limitaba a explorar a las mujeres, y eran su única actividad el asalto y la violación” (244). En pocas palabras, la pulsión sexual se entremezcla con la inanidad existencial como si la única redención posible fuera la mujer, como si la única salvación estuviera en el cuerpo de las mujeres. Es significativa la percepción que se deriva de los hombres como portadores de un fermento propiciador de la locura, no sólo en la educación social sino también en la transmisión enfermiza de la depredación y la omnipotencia sexual. Esta atmósfera la describe detalladamente un Raúl afeminado y educado a la francesa, en medio de un cuartel populachero, habitado por soldados zafios y toscos: “Nada más se iba el sargento, chanzas sin fin, empujones, golpes soterrados, la muerte siempre a punto de surgir por cualquier cosa. […] En el día de descanso, el alcohol volvía locos a algunos soldados; la marihuana sumía a otros en un sueño imbécil, a veces angustioso” (33). En síntesis, la diferencia entre la locura femenina y la locura masculina se manifiesta ante todo en sus expresiones. Los locos callan o mueren; las locas, en cambio, sobreviven y hablan para ofrecer el espectáculo de sus sufrimientos.

La locura de las mujeres. De la devaluación a la regresión

La locura, como atributo adherido del género femenino, se hace más presente que nunca en esa novela. Las mujeres serán consideradas como locas cuando sobrepasan la línea de conducta asignada por el patriarcado. Sin embargo, si bien es reconocida su locura real y corporal, no por ello es aceptada y debidamente interpretada. Las sobrevivientes provocan la fascinación, pero también el morbo: “A causa de las penurias que habían pasado, las mujeres se veían de mayor edad, y los niños, por el contrario, más pequeños” (19). La autora, hábilmente, insiste en el discurso de las mujeres locas de sufrimiento, en sus palabras como posible explicación de su locura. Al proyectar su llegada al continente, las mujeres se sienten a la vez ilusionadas y desesperadas porque suponen que les echarán la culpa del asesinato de Saturnino: “Tengo miedo, señora, le dijo Esperanza mientras acariciaba a Angelito que se había dormido; la verdad tengo miedo de que en México nos echen la culpa de todo y nos vayan a encerrar” (37). Con todo, cada una de ellas adopta una posición diferente respecto al lenguaje. A pesar de sus miedos, “Esperanza es muy parlanchina; no sabe guardar silencio, pero sí sabe esconder su dolor bajo torrentes de palabras.” (196-197) Las palabras, pantalla para enmascarar el sufrimiento, no tienen el efecto terapéutico anhelado. Están ahí para ocultar, porque lo indecible es el sufrimiento. El discurso de las locas es, antes que nada, un discurso espectacular con visos sensacionalistas, que provoca desconfianza, incluso fascinación. El primero en recoger la voz de esas amazonas cubiertas de sangre es el capitán del barco norteamericano: “Para el capitán, esa historia de mujeres violadas y niñas muertas era peor que encontrarse con veinte submarinos alemanes en el Océano Pacífico. […] el capitán hubiera preferido no saber” (30-31). Sin embargo, las mujeres no tienen sino su verborrea y su torrente de palabras para defenderse, de lo contrario ¿cómo explicarían su apariencia enajenada y su extrema pobreza, sin cubrirlas de palabras? ¿cómo justificarían su crimen, su sumisión, sus impurezas, sin alimentar el morbo de quienes asistían al espectáculo de su desgracia?

Al encontrarse de repente entre tantas personas, a Luisa y a Esperanza se les había soltado la lengua: detallaban su calvario, como si se quisieran deshacer de él; se lo relataron al capitán del barco como cinco veces […] Sobre todo, impresionaba aquella historia del negro, una historia de lujuria y crueldad que no casaba con el aspecto de aquellas mujeres tan enfermas (54).

No todas las mujeres hablan, no todas transforman su calvario en espectáculo como sucede con Juanita, la niña torturada, o con Martina, “que se quedaba en silencio, las palabras detenidas por el rencor.” (55). La señora Luisa y la criada Esperanza hacen de traductoras e intérpretes, facultad de la que carecen tanto la que sufrió lo indecible como la que cometió el asesinato. Juanita y Martina no tienen palabras para dar; su desgracia no merece palabras ni puede existir en la realidad del lenguaje, como si su pasado debiese conservar un aspecto ficcional interior. Uno de los resortes narrativos significativos de la novela es precisamente la dimensión ficcional. La autora experimenta diferentes propuestas enunciativas para encontrar la forma que mejor se adecua a esa tragedia real. Las sobrevivientes se ajustan a la misma búsqueda de sentido. Su discurso traumático convertido en mito actúa como mecanismo de defensa, pero también como recurso para hacer audible y comprensible el horror de su calvario y desviar, así, la cuestión de la culpabilidad hacia la fatalidad. De ahí el énfasis puesto en Saturnino, al que asociaban a la figura legendaria de Barba Azul: “El negro Saturnino que, decían, era igualito a Barba Azul y las había obligado a llamarlo Su Alteza durante los ocho o nueve meses que las gobernó a sangre y sangre” (55). La figura de cronos hecho hombre, como reencarnación del Ogro absoluto, se adecua a la desmesura del evento. Al inscribirse en la dimensión mítica, el discurso de las locas se vuelve verosímil, pero por un tiempo. Las mujeres narran una y otra vez, como eternas Casandras, pero sus palabras oscurecidas por la sombra de la locura, en lugar de exculparlas son tratadas como símbolo de su desasosiego. Por lo tanto, transitan del relato legendario al testimonio y de ahí a la súplica. Luisa planea conseguir con qué vivir decentemente con su familia y busca que su sufrimiento prolongado sea reconocido ya no desde el punto de vista del patetismo sino de la justicia. Por eso reclama lo que le deben: el sueldo de su difunto marido. Lo reclamará en balde y no obtendrá más que una limosna de tres pesos diarios: el precio, el valor de los suplicios padecidos. Desalentada porque los artículos del periódico resaltan los detalles escabrosos pasando por alto el heroísmo de las mujeres en la isla, Luisa le pide a Esperanza que vaya al encuentro de los periodistas con una misión esencial: “Esperanza fue por su propia voluntad; a ella no le importaba contar y contar mil veces todo. […] Necesitaba sacárselo como pudiera” (75-76). Pero el periodista Hipólito, quien solo ve en ella una “criatura insignificante” (81), opta por una reescritura machista y ficcional: “Le parece que es mejor el efecto final, los agravios y las vejaciones […]  El negro asqueroso y maldito. Eso suena bien.” (83) El periodista, que prefiere que lo llamen repórter, intenta reescribir el suceso, en vano, pues su lenguaje carece de los efectos deslumbrantes de otras crónicas. Además, se encuentra en una posición ambivalente ante la condición de las mujeres torturadas: “Las mujeres más valientes de los relatos se dejan morir antes que ser vejadas. […] Tal como lo escribió, Esperanza ‘lleva la mácula’ de aquel Barba azul. Quisiera protegerla, pero la mácula de Barba Azul lo asusta” (84).

En la segunda parte de la novela, las cartas de Luisa se multiplican hasta volverse audibles: “Luisa Roca Vda. de Soulier, respetuosamente y como mejor proceda expongo todos los comprobantes “donde conste que soy la viuda del finado capitán Soulier.” (191) Finalmente consigue una cita con el presidente Venustiano Carranza, el mismo que abandonó a los soldados federales al no mandarles el barco de rescate: “ni el peor de los hombres es capaz de negarse a la súplica de la viuda de un héroe y sus hijos” (97); la respuesta de Carranza es contundente: “nosotros no íbamos a rescatar a unos federales, es cosa lógica.” (101) Durante el juicio, las mujeres se dan cuenta de que, por ser mujeres, poco vale su palabra; sus suplicios las han degradado ante la sociedad: “Hay un punto en la mirada de estos hombres que se parece a la de Saturnino: así entre curiosa y excitada, entre seria pero que se está riendo, una mirada como de no se hagan, qué le hicieron a ese pobre hombre, si ustedes lo provocaban, ustedes eran más” (114). A medida que avanza el relato, la devaluación es cuestión de fondo y de forma: “Era de nota roja, lo del negro.” (182) El periodista no puede olvidarse de la imagen de esas mujeres porque la desmesura solo puede caber en la epopeya, y a las locas les está vedado ser heroínas épicas a la par de los hombres. Y aunque haya algo de épico en ese “suceso”, el periodista es incapaz de decirlo: “[…] Hipólito continuaba escribiendo y volviendo a escribir la triste historia de la isla K., que lo obsesionaba.” (243) La palabra se ve obstaculizada precisamente por el cuerpo de las mujeres: las sobrevivientes de la isla K. son aterradoras y fascinantes a la vez: excesivamente delgadas, con encías ensangrentadas, se presentan como criaturas habitadas por un mal desconocido.

La objetivación del cuerpo

La metamorfosis del cuerpo femenino, fuera del orden natural, es la primera expresión visible de la insania; y, en el relato, constituye también una obsesión. Los síntomas de la instabilidad sicológica se multiplican y exacerban en un conjunto de dolencias incurables. Cuando Luisa, se asoma al espejo, después de tanto tiempo, vestida con su ajuar de novia, única reliquia de una remota y lejana feminidad, identifica primero el desorden de su cuerpo: “tan renegrida la había puesto el sol que la blancura de la prenda parecía cegar la imagen de su persona” (24). La mirada condescendiente de los marineros norteamericanos acentúa su incomodidad: “You look very nice, madam, le había dicho el capitán cuando la vio salir con el vestido, pero ella se dio cuenta de que no era cierto. Le dolía la piedad de aquellos hombres” (29). Su aspecto salvaje no podrá abandonarla jamás en una sociedad que objetiva su apariencia en culpabilidad; forzosamente, parecerá siempre extraña en ese cuerpo enfermo: “Desde hacía mucho tiempo andaba descalza, como sus niños, vistiendo una falda hecha con la lona de un viejo velamen y una camisa de Raúl que había logrado adaptar a su talla frágil” (24-25). De modo semejante, los alimentos, preocupación enfermiza en la isla, se vuelven obsesión en el continente. Ya sea que falten o que sobren. Y ante ellos, la actitud de las sobrevivientes es desigual: cuando unas pierden el gusto de vivir y dejan de alimentarse, otras se hartan hasta enfermarse. Por ejemplo, Martina no teme ser encarcelada porque:

Por lo menos en la cárcel habrá comida, intervino Martina, la alta y larguirucha, la dura. Llevaba tres días comiendo y vomitando sin cesar. […] Martina había comido con tal ansiedad, y el cuerpo se le había insubordinado de tal modo ante semejante invasión de materias olvidadas, que de cualquier manera no podía pensar en otra cosa. […] Los cuerpos de Luisa y Esperanza se encontraban melancólicos e inapetentes (37).

La locura es a la vez decadencia física y desvarío mental. Las sobrevivientes, caídas en la bestialidad confundirán sus identidades sociales de forma que ya no se distingue más entre señoras y sirvientas. Los cuerpos melancólicos de unas y los semblantes de otras exhiben la misma desgracia:

Ya en la habitación se miraron en unos espejos grandes y constataron la tristeza de sus figuras. Sobre la cama había algunos vestidos finos para la señora y sus niños. Y las sirvientas tenían unos vestidos y habitaciones más sencillos, para arreglarse con modestia. Pero se confundieron todas, ya no sabían quién era quién, en medio del mareo y la algarabía, y todas se pusieron a vestirse como si jugaran a las muñecas. Se arreglaban y se arreglaban, pero era inútil, la desgracia se les veía por todas partes (41).

Después de su regreso a México, Luisa comprende que es necesario rehuir los espejos porque ahí se reflejan los traumas del pasado: “Para arreglarse, Luisa sólo se para un instante frente a aquel espejo [él de Raúl], pues tiene pesadillas con él. Además, cuando se ve, no le gusta lo que ve” (139). Su cuerpo, no cabe duda, se ha convertido en el emblema de su desgracia. Luisa no puede sino padecerlo o esperar desprenderse de él. Aun así, los demás personajes la describen como un ser perfecto, cuyo físico responde al canon tradicional de la fémina ideal: “Dicen que me veía como una muñeca. Y Raúl, qué le digo a usted, era como una aparición” (154). Objetivada en su función de mujer, lo permanecerá a lo largo de la diégesis: una muñeca de porcelana enferma, quebrada, desarticulada, “rota” diría el teniente Scott:

El teniente Scott escuchaba de pie, detrás del capitán, y trataba de contener la rabia que sentía. Hubiera querido revivir al negro tan sólo para matarlo con la mayor crueldad. Ella le pareció una muñeca rota. Con aquel vestido y el pelo trasquilado, parecía que alguna niña mala se había ensañado con ella (31).

La muñeca lleva los estigmas de su propia memoria porque, por más que se esfuerce, no puede olvidarse de su cuerpo: “Cada día constataban una falta más, un dolor, una incapacidad, la memoria que asaltaba cada parte el cuerpo, y se preguntaban si acaso el resto de su vida no iba a ser más que un larguísimo recuento de daños” (66). El cuerpo así objetivado, cosificado, devalúa lo femenino, porque no deja de exhibir el sufrimiento padecido. De las mujeres se espera, además, un sacrificio moral heroico. Si bien deben llevar las marcas degradantes de la violación, también tienen la obligación de defender un aura moral superior. Con la elevación espiritual, deben compensar la degradación física. Se puede decir que el horizonte de expectativas del patriarcado se refleja en esta línea argumental y en la mirada acusadora de los guardianes del orden social: ya sea periodistas, gendarmes o monjas del orfanato. El cuerpo que habitan las sobrevivientes se convierte así en la prueba definitiva de su culpabilidad: “Sienten que el sol las acusa” (117). Las sobrevivientes han fracasado en su misión hereditaria de ser objetos de gozo y de protección. Desvalorizada por ser fea: “Esperanza, eres tan fea que yo creo que no vas a encontrar marido”, Esperanza se autosacrifica para cumplir con un objetivo más elevado de cuidado de la vida de los otros. Entre ella y los demás, deja fluir una empatía sacrificial fuera de lo común: “A mí me gusta cuidar a la gente. Siento que para eso estoy” (197). Si a los hombres como Raúl Soulier los anima un fanatismo patriótico irracional: “[…] Raúl no cesaba de hablarme de la patria; descubría en él la gran fe que le inspiraba ahora, como una religión” (155), se inviste a las mujeres de valores tradicionales como el cuidado y la abnegación: “Las mujeres, en realidad, no son buenas para trabajar. Harán mejor procurando casarse, siempre hay alguno a quien le falta alguien que lo atienda” (166). Finalmente, las mujeres llevan dentro de sí el germen de la locura a causa de una sociedad que les impide ser, una sociedad que controla el devenir de su cuerpo y la finalidad de su existencia. Enajenadas por la desmesura de la experiencia insular, su enajenación las va transformando en mujeres melancólicas con conductas infantiles regresivas.

Isla de bobos es el Olimpo de los locos. El hombre convertido en Dios quiere domesticar la naturaleza, transformar la arena en tierra fértil, nadar en el mar, hacer de las rocas cementerios (150-151). A pesar de la lucha emprendida contra los determinismos, la maldición de la isla aunada a la maldición de género hace que el destino de los olvidados de Clipperton sea sombrío y fatal. A sabiendas de esos riesgos, presintiendo el desorden, Raúl se afana, en vano, por eludir la mala suerte: “Pasan las construcciones de la compañía, con sus casas, talleres, almacenes y comedor. Pasan el pequeño ferrocarril que traslada el guano hacia el muelle. […] En el fondo, le agrada ser metódico, aplicado.” (137-18) El hombre convertido en Dios muere de escorbuto, se pierde en el mar empalado por los tiburones. Bajo el criterio de la civilización, el capitán Raúl Soulier muere enajenado por la ambición; pero en el ocaso de ese Edén putrefacto, Saturnino reina como Dios no sólo sobre la isla, cuya índole salvaje asume, sino también sobre las mujeres. El territorio de los locos, el territorio de los dioses son las mujeres. El territorio absoluto que prueba la existencia de Dios es el cuerpo de las mujeres. Saturnino, el Dios-loco, se atraca de divinidad, y los dioses son implacables cuando procuran saciarse. El caos necesita un monstruo y éste está ahí, en la cima del faro, tal un atalaya del mundo y sus muertos. Cronos tiene ante sí un festín de mujeres y de pájaros bobos: “Toda una isla para él, llena de mujeres y pájaros” (240-241). Después de tanto vacío, como profeta iluminado, se imagina que “se moriría de lleno, reventaría como una piñata” (241). Como la palabra de Dios no existe sino en forma performativa, la palabra del monstruo ha de cumplirse en las más crueles exacciones.

Ya en el barco, mientras se alejaban de la isla, Luisa observa a la muda Juanita, “aquella jovencita tan torturada por aquel hombre” (25) y hace la siguiente reflexión: “Dios quisiera que de verdad hubiese Cielo” (25). Esa tautología sublime refleja la búsqueda imposible de Luisa, y tal vez de todas las mujeres víctimas de la tortura: encontrarle un sentido trascendente o contingente al sufrimiento. En la isla K., kafkiana, no puede haber más que sinsentido, absurdo, arbitrariedad y locura. Las mujeres dejan de ser mujeres, los hombres ya no son hombres, los niños ya no caminan, las adolescentes ya no son niñas… Mutiladas, débiles, desdentadas, flacas, las heroínas se definen más por las torturas que han padecido que por su género. Antes de tocar tierra, Luisa se da un baño y se pone su vestido de novia:

Pero no era suciedad lo que ella frotaba con la pastilla de jabón que, junto con el vestido, atesoraba desde hacía tanto tiempo. Conforme restregaba el jabón perfumado por el cuerpo, lavaba su impotencia, la sangre del negro Saturnino que la había salpicado en la mañana, toda la desesperación, el resentimiento, su resignación a morir. […] No quería pensar en la humillación y por eso se enjabonó cuidadosamente, a ver si también desaparecía aquel sentimiento de vergüenza por haberse lanzado todas a la protección de los marineros rubios. Qué hubiera pensado de todo esto su esposo (24).

Ni las aguas lustrales ni el vestido virginal – insignificantes pantallas de humo destinadas a ocultar la pérdida – lograrán borrar el estigma de acontecimientos pasados. Si para su hijo, Luisa es una reina derrocada, ¿a qué reino podría acceder? Todo parece indicar, desde la lógica masculinista, que este reino es su propio cuerpo. Propiedad siempre inalienable, las mujeres dominan o dejan que dominen su reino. En definitiva, se establece que las mujeres son territorios imaginarios, concupiscentes, canjeables, vulnerables y, en última instancia, profanados y perdidos: “Yo me voy a morir, pero ustedes se morirán antes que yo” (109), tal parece ser la amenaza feminicida de un Saturnino, amo autoproclamado de un serrallo abandonado. Sin embargo, son las mujeres quienes se sientan en el banquillo de los acusados para responder por la muerte del guardián del faro. Una muerte obvia y necesaria, desde el punto de vista de Martina. La esposa del soldado recuerda su gesto homicida y cómo la cabeza de Saturnino se quebró como una “piñata”, antes de aclarar, por el efecto de una concesión irónica de la autora: “No, como un coco” (114). En ese banquillo, Luisa, Esperanza y Martina son mujeres y, por eso mismo, culpables, sobre todo Esperanza, que tuvo que vivir con Saturnino para salvar a las demás mujeres incluyendo a la niña Juanita y la señora Luisa (55), durante una eterna gesta sacrificial femenina. Esperanza, la criada que se entrega al farero como juguete sexual, es quien resulta inculpada mientras que el verdugo es declarado inocente. Sólo mediante el pago de una cantidad de dinero puede librarse de la acusación: “Entre hombres las cosas se arreglan de otra manera” (117), explica el señor Roca, en referencia al asunto judicial que acaba de resolver con una… mordida. La justicia no es obvia, la inocencia tampoco. Como todo lo demás, se compra…

La melancolía regresiva de las mujeres

La sombra de la locura aparece desde el título; los locos son esos pájaros bobos alegorías de una humanidad impotente, caída en un estado de bestialidad. La locura de las aves traduce su incapacidad para discernir el peligro, percibir al otro como amenaza o al menos, como un ser suficientemente distinto. Los pájaros de la isla, como lo descubrimos por voz de Raúl, no les temen a los hombres: “Cruzó la isla poblada de aquellos pájaros grandes, blancos y negros, de los que llaman bobos, pues no se espantan al paso de la gente.” (17) Es más, ese carácter pacífico y confiado le resulta inquietante: “A algunos soldados el nombre de estos pájaros les provocaba hilaridad; a mí me asustaba un poco por lo que significaba de distracción, de descuido, que de tontería propiamente dicha” (158). Los bobos son tan torpes y dóciles que los niños los consideran como hermanos, los hombres como locos y las mujeres como sus semejantes: “Iban a bajar a tierra con la ansiedad de los animales maltratados y muertos de hambre, y lo sabían, y también sabían que debían reprimirse un poco, parecer menos incivilizadas, pero no era posible” (39). La comparación de los personajes con los pájaros, latente y permanente, es una metáfora estructural en la novela. En la isla, hay locura de sobra. Es más, la sinrazón es garantía de humanidad. En el barco que la transporta a México, Luisa se esfuerza, en la medida de lo posible, por atenuar su aspecto animalizado y aparece vestida de novia con zapatos de marinero. Pero esto no produce el efecto deseado, como lo denota el comentario de su padre:

Al final del muelle, abriéndose paso entre todas las personas, apareció de pronto el señor Roca, el, padre de Luisa, avejentado por las zozobras de los últimos tiempos. Luisa se adelantó a abrazarlo y con su acento vivaz le trataba de contar todo atropelladamente, todo de una vez y a gritos, y al señor Roca se le salían las lágrimas de alegría […] y de alarma por ver el estado en que se encontraban, quemados, sin dientes, flacos y correosos como micos. Y Luisa con el traje de novia que él mismo le había comprado hacía diez años, con sus joyas y aquellos zapatones, temía que se hubiese vuelto loca en la isla (40).

La conclusión del padre de Luisa es inapelable; su amor, fiel hasta la muerte, conlleva la impotencia paterna por reclamar justicia y reparación por la enajenación de su hija, mientras que Luisa escribe incansablemente exigiendo el pago del sueldo de su marido, ve morir a su Angelito, el último en nacer y se rehúsa a unirse con el teniente Scott… Animalizada, reitera los mismos comportamientos, repite las mismas obsesiones, como los perros de los experimentos de Pávlov. Condicionada por su infancia, sus sueños y su experiencia insular, Luisa no ha dejado de ser un animalito incapaz de emanciparse. Por lo demás, el Sr. Roca, quien la ve como niña, la regaña como tal al sorprenderla en camisa de dormir: “No te debiste haber salido así, la reconvino como si fuera una niña, regresa a dormir a tu cama” (58). El comportamiento regresivo de las sobrevivientes lo sorprende: “Todas, observa el señor Roca, comen mucho dulce, como sus niños.” (109) Esa incapacidad para establecer fronteras temporales se vincula con uno de los síntomas del trauma: la regresión, un mecanismo que permite recordar un edén olvidado para huir del presente insoportable. Pero la memoria no salva a las mujeres; al contrario, incrementa su disociación y sus angustias. Las rupturas en la personalidad de las mujeres se manifiestan, como en la terapia psicoanalítica, en el sueño. Los fantasmas del pasado rondan a las sobrevivientes. Las pesadillas de Luisa se multiplican: “En realidad tenía pesadillas y despertaba a mitad de la noche para decirse las mismas palabras todo el tiempo, de lo que le diría al presidente” (64). Las de Martina son recurrentes:

A Martina le asaltaba la mantarraya, la que cubrió a su hombre para sepultarlo bajo la ola; soñaba que la mantarraya la cubría también y sólo veía todo oscuro, y entonces escuchaba la voz de Saturnino, al que no acababa de matar. […] Quizá si reclamaba como la señora Luisa, quizá si conseguía su pensión, su marido la protegería después de muerto y así formaría un escudo contra esas horrendas pesadillas que la volvían medio loca (67).

Pero es Luisa la que experimenta con mayor gravedad esa melancolía regresiva:

De repente, en aquel mar gris y lateado, de olas demasiado altas, como paredes de agua, aparece una mancha diminuta que se acerca cada vez más: es Raúl, con su uniforme de gala, que sale de las olas y camina chapoteando hacia ella, la sonrisa en los labios, hasta ocupar toda la luna del espejo. Luisa abre los brazos para recibirlo, e incluso piensa en poner una sábana en el piso, para que cuando pase Raúl a la habitación, la duela no se moje. Raúl se acerca, se acerca, una silueta un poco borrosa que llega a ocupar todo el espejo y levanta un pie para librar el marco. […] Y en ese momento despierta, aterrorizada. En medio de la oscuridad escucha la respiración pausada de sus hijos mayores, los ronquidos de Esperanza, la tos de Angelito. Se apodera de ella un profundo desconsuelo y llora en silencio hasta que amanece (140-141).

La desesperación le impide conectarse con el presente como si su vida psíquica se redujera a su trauma: “[Luisa] ya no pertenecía a ese tiempo, tan cercano sin embargo” (73). Sí, los inventos de su tiempo ya no la alcanzan y cualquier posibilidad de futuro se le escapa. Sabe que no saldrá de la cárcel de la locura y lo acepta, pues lo que le importa es deshacerse del recuerdo del dolor corporal para darle mayor cabida al patriotismo y al heroísmo de su esposo: “Lo de Saturnino casi no lo contaba, había ahí algo muy doloroso, vergonzoso y además lleno de morbo que por dignidad prefería tratar de olvidar” (215). Lamentablemente, Isla de bobos sugiere que la redención y, sobre todo, la sanación de las mujeres es imposible. Quimérica es su recuperación porque al ser acorraladas por lo masculino, el asociarse resulta una aporía dolorosa. Utópica es su redención porque la desmesura del cuerpo sometido a suplicio resulta indeleble. Irreal e imposible es el futuro de las mujeres pues siguen siendo un margen más entre los márgenes sociales.

La aporía de la relación femenino/masculino: devoración/culminación ilusoria

En Isla de bobos, la relación entre lo femenino y lo masculino está condenada al fracaso. No hay forma de salirse de ese acuerdo social que es el matrimonio ni de su expresión más bestial que es la sexualidad. Si el matrimonio es una locura social basada en el determinismo, la sexualidad aparece como destructiva y destructora. La unión entre el hombre y la mujer es ilusoria; en el mejor de los casos, nos recuerda los símbolos ridículos del matrimonio formado por Raúl y Luisa, “serían como los novios de azúcar de un pastel de bodas” (96); en el peor, se refiere a esas relaciones sexuales tarificadas, como parte de la vida del soldado en el continente. Al hombre le hace falta algo constantemente, es extraño a su vida, y lo extraña todo; por eso se vuelve loco. Saturnino, el guardián del faro, encarna a la perfección esa locura nacida. Al encontrarse a solas con las mujeres en la isla, no puede plantearse la relación con lo femenino sino a través de la devoración:

Toda una isla para él, llena de mujeres y pájaros. […] Cuando se muriera, se moriría de lleno, reventaría como una piñata, como una fruta muy grande que se madura de más. Una fruta dulce. Qué gusto, tanto para él, que nunca le daban nada. Se sintió goloso, casi se relamió y le entró un sopor agradable, como si por fin descansara (240-241).

Hastiado de una vida insignificante de tanta observación del inmenso y expectante horizonte, el farero deja estallar su locura. Pero se guarda lo mejor para el final: la mujer blanca, la esposa del capitán, la mujer prohibida a la que jamás hubiera pretendido en el continente: “Para Saturnino, la señora de ojos azules era como un manjar que nunca comería.” (211) La enajenación en Saturnino es una emancipación delirante y desenfrenada, es la expresión de una anarquía sexual y social. Desde los primeros momentos de soledad con las mujeres, se apodera de las armas y trata de organizar, de modo metódico, su locura. Su delirio megalomaníaco lo proyecta a la cima de una estructura jerárquica en la que ocupaba antes el escalón más bajo. Saturnino es el loco absoluto, es la revancha loca del cuerpo frustrado, la venganza demoníaca del subalterno despreciado.

En la novela se percibe una apreciación crítica de la soledad ontológica de las mujeres y su subordinación a la dominación masculina. A pesar del abandono, Luisa, ajena a la realidad, no renuncia a su sueño bovaryano: “Mi esposo fue un gran héroe, le dijo al capitán en su inglés de señorita bien educada, tragando con esfuerzo, a great man. Como si lo sacara del mar, muerto y empapado, tenía que ver la manera de revivirlo y quererlo adentro de ella, tanto como cuando llegaron a la isla” (26). Educada para subordinarse a la voluntad de su marido, de acuerdo a los parámetros patriarcales de su época y sociedad, Luisa se complace, ahora, en la abnegación: “¡Si la fidelidad que un soldado debe rendir a su patria es infinita, la fidelidad de la mujer de un soldado lo será más aún!” (142) Imbuida de la misma insania mesiánica, le susurra al oído de Raúl, cual refrán de novela rosa: “Yo iré adonde tú estés; si no estás tú, no tiene sentido estar en ningún lugar.” (224) Al final, los locos no sanan nunca. Saturnino ve el derrumbe de su reino a manos de Martina, en un intento desesperado por salvar a Luisa. Ambas le fracturarán el cráneo, sus sesos quedarán esparcidos y su cuerpo arrojado al mar. La sentencia y la pena del ajusticiado es rotunda, tajante y definitiva. A las tres sobrevivientes, les acompañará la locura en su día a día, mientras que Juanita, la más joven, se hunde en el mutismo y en terrores que la convierten en una criatura vulnerable, fácil de impresionar. Si, a pesar del tiempo transcurrido, las mujeres no se curan, es porque la desmesura de su trauma resulta insuperable e indeleble: “pues ya no alcanzaba a imaginar nada peor que lo que habían vivido, e incluso se preguntaba cómo era posible que lo hubieran podido soportar.” (25) A menudo, la autora utiliza voces narrativas secundarias para revelar los suplicios corporales y la experiencia de la violación:

Su prima Carmelita, que trabajaba en el orfanatorio, le había contado lo que le hacía el negro a una muchachita que fue a parar ahí con otros huerfanitos: la asfixiaba mientras la estaba violentando, apagaba cigarrillos encendidos en su cuerpo. Frente a ellas mató a una niña de nueve años. La destrozó. La muchachita del orfanatorio no dormía. Era sumisa y obediente en grados inconcebibles (182).

Luisa contempla a Juanita y ve en ella un ser separado para siempre del mundo real: “Juanita, aquella jovencita tan torturada por aquel hombre, se asomaba como ida por el barandal de cubierta, junto a Martina. Las dos miraban a lo lejos. ¿En qué reino estaría ahora esa muchacha, pensó?; ¿podría olvidar lo que le había pasado?” (25) Juanita ha transformado en silencios y sumisiones los dolores y terrores sufridos. Aniquilada, despersonalizada, se identifica a su trauma sin poder acceder a su conciencia. El lector la descubre a punto de convertirse en la sirvienta de un notable, incapaz de cruzar la carretera por miedo a la mirada de un hombre. Rescatada de la barbarie, no le queda más que un cuerpo para servir, sin existir, salvo en sus miedos y angustias que, de improviso, la paralizan:

Un hombre estaba recargado en la pared. La miraba fijamente, como si la esperara, sonriendo y chiflando. Tenía una mano en el bolsillo; en la otra un cigarrillo encendido. Ella se detuvo. Necesitaba caminar más rápido, llegar hasta la casa que le habían señalado, peo pasar junto a aquel hombre le daba miedo. Le recordaba cosas que pensaba ya olvidadas a fuerza de trapear, fregar y planchar durante años. Las piernas no la obedecían (227-228).

Los tres años y medio de vejación recibida han dejado huellas indelebles en el alma y el cuerpo de las mujeres. El lector descubre esa imagen, al inicio de la novela, cuando Luisa, como los guerreros griegos, que se purificaban de la sangre derramada zambulléndose en aguas lustrales, somete su cuerpo a un baño purificador: “No quería pensar en la humillación y por eso se enjabonó cuidadosamente, a ver si también desaparecía aquel sentimiento de vergüenza” (24). Pero la humillación irreversible es, al parecer, parte de la condición femenina. En realidad, la caracterización de las mujeres en la novela las configura como portadoras del pecado original. En el orfanato, Juanita reza para expiar la falta, como informa Carmelita refiriéndose a la madre superior: “Y que le va a poner a rezar para que Dios la perdone por lo que le hicieron y ella también perdone a aquel hombre. La verdad me enojé” (119). Aunque pareciera escandaloso, Luisa, Martina y Esperanza deben comparecer ante las autoridades y someterse a un juicio por el asesinato de Saturnino: “No basta todo lo que nos hizo, ahora tenemos que pagar por librarnos de él. […] Nosotras tenemos la razón, lo matamos en defensa propia, si no, él nos hubiera matado a nosotras” (67). La policía, sin hacer caso de su condición de víctimas, respalda la idea de que por encima de ellas existe un orden más grande que no puede entender que unas mujeres se rebelen, ni siquiera en defensa propia: “La ley es la ley, señora, aquí no hay favoritismos” (68). La imposibilidad de que la justicia tome en cuenta sus sufrimientos mantiene a las mujeres en un estado de locura incurable. Marginalizadas, marcadas con el hierro candente de la desgracia, Luisa, Martina, Esperanza y Juanita expían a través de la melancolía y la regresión que son mucho más grandes que la muerte.

La marginalización y la locura: isla de bobos, isla de locos

A fin de cuentas, ¿para qué ese suceso? ¿Para qué esa misión descabellada? La isla de bobos es una isla de locos. Aunque sea entendible que haya una compañía internacional de extracción de guano en la isla, desde un principio, la presencia de la guarnición mexicana federal resulta el colmo de lo absurdo. A pesar de que los militares hayan intentado venderle un falso concepto militar de la isla que sería, según eso, de “incalculable importancia para México” (113), el capitán no se deja engañar: “la primera visión de la isla no hizo sino corroborar mis sospechas de que K. era algo semejante a una prisión” (129). Raúl Soulier, con una visión clara que él mismo no podía sospechar, exhibe plena conciencia de que la marginalización de su destacamento y sus familias en la isla los destinaba a la locura: “Pájaros bobos éramos todos, sentados sin pensar a mitad de la noche” (132). En el continente, las mujeres que lo conocieron de joven lo sabían destinado a enloquecer: “[…] ya lo veían un poco sobrado de locura, decían, y aquello de la isla fue la confirmación” (154). Pero la fe de Luisa lo ayudaba a convencerse de su destino: “No he dejado de pensar en la novela de Robinson Crusoe, cómo él sólo construyó una pequeña civilización en una isla abandonada, cómo sólo con su voluntad creó un edén” (142). Precisamente en ese retorno fantaseado al Edén original radica la locura de Luisa Roca y Raúl Soulier:

Yo siempre he soñado con una vida romántica, lejos de la existencia monótona que hasta ahora he llevado. […] Imagínate, tú y yo, como una pareja de Robinsones, o mejor aún, como Adán y Eva, reinaremos juntos en aquel lugar paradisíaco, bajo el sol y a la sombra de las palmeras, educando a nuestros hijitos, a los soldados, a la gente de la isla, inculcándoles el mundo ideal que tú y yo soñamos (143).

Paradójicamente, lo que se observa es que la visión colonial va transformando el sueño de conquista en un sueño mortífero. Al propio Schubert lo impresiona el matrimonio formado por Raúl y Luisa: “El primer año amanecían siempre radiantes, como si fueran Adán y Eva después de conocer el pecado original y antes de que Dios los castigara” (171). El heroísmo de los hombres, semejante al heroísmo de los locos, representa ante todo una ingenuidad suicida. Absurdo y cruel hasta el final. Luisa tiene la impresión de que las mujeres y los niños han pagado un precio muy alto por haber abrazado un sueño que no era suyo, aunque en su transcurso, llegó a serlo. Incluso cuando se les presenta la oportunidad de escapar de aquel infierno, abortar el suceso antes de que ocurra, por un absurdo sobresalto de heroísmo de pacotilla, asimilable a una locura narcisista, el capitán Raúl Soulier se niega a dejar la isla y embarcar a bordo del Iowa aunque hacía meses que el barco mexicano no había traído el abasto necesario a su supervivencia.

Luisa intenta explicárselo al capitán del barco norteamericano que los rescató: “And You”? Nosotros teníamos un territorio que defender; esperábamos órdenes del ejército mexicano. Nunca las recibimos” (30).

¿Quiénes son, al fin y al cabo, esos locos? ¿por qué esa locura generalizada? La visión que atraviesa la novela es claramente pesimista. Saturnino prepara sus orgías de modo metódico, escogiendo en su harén a una mujer por semana a la que convierte en su elegida, como si su mente desordenada exigiera un orden exterior. A este respecto, lo que no habrán jamás de confesar las mujeres, el periodista Hipólito nos lo revela: “Pero lo raro era que la mujer que escogía como amante y que permanecía en el poder la brevedad de una semana o una quincena de días, esta mujer desconocía a sus compañeras y se volvía tan feroz como su señor y dueño” (183). La reversibilidad de la locura y la identificación con el verdugo son misterios humanos insondables. Sin duda, una de las razones que explica el carácter incurable de la locura de las sobrevivientes es que la experiencia insular ha destrozado el código común de comportamiento ético y cultural de las mujeres. La resistencia a la locura es una lucha, pero, ante todo, una derrota. En un repentino momento de lucidez, aunque llega demasiado tarde como para cambiar el curso de la historia, Luisa descubre la causa de su desgracia: “De haber sabido, quizás no hubiese tenido tantas ilusiones, ¿verdad teniente? Los seres humanos somos muy ingenuos, ésa es una conclusión a la que he llegado después de todo este tiempo” (175).

Conclusión

La figuración de la locura en mujeres y hombres es diferente en sus causas y sus expresiones; sin embargo, ambas tienen en común la animalización y la ingenuidad del ser humano. A los hombres, semejantes a esos pájaros “bobos” de patas azules incapaces de reconocer a su depredador, los consume la locura hasta la muerte, mientras que las mujeres erran en estado de reposo, enfermas por haber sido víctimas y enfermas porque siguen siéndolo. Ilegibles e irreconciliables rupturas separan el pasado y el presente. Los héroes de ayer son los verdugos de hoy. La Historia de la patria ha devorado las historias individuales de hombres y mujeres que han enloquecido al defenderla. Cuando Luisa se acerca a su fin, los periodistas hacen referencia a una ola de suicidios de mujeres y jovencitas en la capital mexicana (184), como una maldición sin redención. La mirada pesimista e irónica de la autora inscribe la locura en el género de unas y otros, y más ampliamente en el género humano, dejando a cada uno la posibilidad de vivir la soledad y lo absurdo padecidos por los “olvidados de Clipperton”, de meditar sobre las sombrías previsiones del capitán Raúl Soulier: “me quedé mirando el mar que rodeaba a la isla como a un enorme ropaje de soledad que nos aislaba de nuestras vidas.” (140)

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Notes

1 Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica. Vol I and II. México: Fondo de Cultura Económica 1967. Retour au texte

2 Ana García Bergua, Isla de bobos [2007], México, Ediciones Era, 2014. Retour au texte

Citer cet article

Référence électronique

Assia Mohssine, « Locura y sinrazón en Isla de Bobos de Ana García Bergua », Sociocriticism [En ligne], XXXIV-1-2 | 2019, mis en ligne le 25 juin 2020, consulté le 19 avril 2024. URL : http://interfas.univ-tlse2.fr/sociocriticism/2836

Auteur

Assia Mohssine

Assia Mohssine, Maîtresse de conférences à l’Université Clermont Auvergne, membre du CELIS et de l’Institut International de Sociocritique. Ses travaux portent sur la littérature mexicaine et elle est responsable scientifique du XVIIIe Congrès de l’Institut International de Sociocritique : « Sociocritique et tournant décolonial. Convergences et perspectives », juin 2020.

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